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M. F. ANTUÑA
GIJÓN.
Domingo, 28 de abril 2019, 01:44
A Bob Dylan le gustan los artistas individualistas, esos capaces de conformarse con su propia realidad, de no mirar ni de reojo a la del vecino. Eso admira en sus colegas y eso lleva décadas proclamando para sí, haciendo de sí mismo un personaje único, levantando a su alrededor muros de hormigón armado con los que quizá alimentar su leyenda de raro, de antipático, de hombre arisco capaz de hacerle un feo a la mismísima Academia sueca y no recoger el Nobel. Hizo lo mismo con su Príncipe de Asturias de las Artes. Por sus palabras, a veces airadas, a veces sarcásticas, a veces certeras y siempre poéticas, se conoce al genio que vela armas en Gijón para un concierto que será, como todos los suyos -como todo lo suyo- impredecible, único. Para bien o para mal.
Su conflictiva relación con la prensa viene de lejos. Para los anales de la historia queda aquella rueda de prensa en San Francisco en 1965 en la que un esquivo Dylan se reía nervioso y se quedaba, literalmente, con una joven periodista que osó preguntarle si prefería las canciones con mensaje sutil o evidente. Aquel día respondió a la pregunta de si era cantante o poeta con un contundente y elocuente «un artista que canta y baila», y dejó claro cuál era su rol en este mundo y este 'business': «Mi papel es quedarme aquí todo lo que pueda».
Y ha podido mucho. 77 velas ha soplado ya y no ha cambiado su ser beligerante, cortante, combativo, esquivo. «¿La prensa? Llegué a la conclusión de que había que mentirla», dejó escrito en 'Cronicas', su autobiografía, en la que tomó la palabra de manera directa. «Sabía que había muchos libros sobre mí, e incluso había leído un par de ellos, aunque, francamente, no puedes andar perdiendo el tiempo leyendo libros sobre ti, seas quien seas», ha dicho. Aunque en realidad se ha dejado entrevistar en numerosas ocasiones, en los últimos años cualquier palabra suya que no sea cantada siempre es noticia traducida a todas las lenguas.
La última ocasión en que sus palabras se publicaron en formato pregunta y respuesta fue él mismo quien las lanzó en su página web en el año 2017, con motivo de la publicación del álbum 'Triplicate'. Y el privilegiado interlocutor, Bill Flanagan, ejecutivo de televisión y radiofonista. Con él habló de pasado y presente, de ese rock que fue en sus orígenes un «arma peligrosa», que «nos volvía inconscientes del peligro, echaba abajo las barreras que la raza, la religión y las ideologías levantaban». Eran otros tiempos para Dylan, eran modernos para él, la vida era barata y parecía que podía acabar en cualquier momento. Lo cuenta así, sin tapujos, negando exagerar una realidad tan cual, pero lo hace sin recurrir a la nostalgia de una música que no está escondida, sino ahí, al alcance de todos, como lo están Beethoven o Mozart. «Estas canciones están ahí fuera, cualquiera puede encontrarlas, son verdaderas; son liberadoras».
Ahora, las cosas han cambiado. «Las canciones y la música actuales están tan institucionalizadas que no nos damos cuenta, son frías y perspicaces, hay un realismo directo en ellas», dejó dicho entonces. Y habló del paso del tiempo, que ha sido demoledor: «Desde mi 1970 hasta ahora, han pasado como 50 años que se sienten como 50 millones». Ha cambiado el estilo de vida, las leyes, las industrias, los pueblos «y la misma gente pobre se volvió un bien de consumo». Y en la música, igualmente. «Las influencias musicales son trabadas, absordidas, por cosas nuevas o son olvidadas».
Su relación con otros músicos, como Elvis Presley o Joan Baez, su admiración por Amy Winehouse, «la última individualista», salieron también a relucir en esa última charla, en la que también puso luz sobre su particular concepto de la grandeza. «No puedo decir quién es grande y quién no, si alguien logra la grandeza es solo por un minuto, y cualquiera es capaz de eso; está más allá de nuestro control; creo que se logra por casualidad, pero brevemente».
Él, le guste o no, ha alcanzado esa grandeza en más de una ocasión. Otra cosa es que nunca se haya llevado bien ni con ella ni con la fama ni con las etiquetas que le han puesto. «A nadie le gusta verse definido por otros. Yo no fui maestro de ceremonias de ninguna generación y habría que eliminar de raíz esa idea». Quería y quiere paz, calma, quería música y huir de la pesadilla de ser un personaje reconocido. Y conocido, interrogado e interpelado por desconocidos en la calle.
Nunca ha querido dar lecciones a otros. Siempre ha rechazado ese magisterio que han querido imponerle, pero, eso sí, tiene claro lo que un artista no puede hacer. «No puedes limitarte a copiar a alguien. Si te gusta su obra, lo importante es someterse a todas las influencias que ha recibido esa persona. Quien quiera componer canciones debería escuchar tanta música folk como pueda, estudiar la forma y la estructura de todo el material que ha estado ahí desde hace 100 años», dijo en una entrevista en 2004 en la que hablaba de su inspiración, de cómo llegó a la música a través de la poesía.
No le importa hablar de cómo crea su música, porque -dice- «las canciones son la estrella del espectáculo, no yo»», pero no le gusta mirar continuamente atrás. «Intento siempre estar aquí y ahora. No quiero hacerme nostálgico ni narcisista como escritor ni como persona. Yo creo que la gente que tiene éxito no habita en el pasado. Creo que es algo que solo hacen los perdedores».
Lo dicho no le resta un ápice de amor a la tradición, a esos maestros como Woody Guthrie de los que aprendió un oficio que exige dedicación, entrega, y por momentos puede parecer pura magia. «Es como si un fantasma hubiera escrito una canción así. Te regala la canción y desaparece, desaparece. Tú no sabes lo que significa. Sólo que el fantasma me eligió a mí para escribir la canción». Él ha sido el elegido para temas que son leyenda, historia mayúscula. Esta noche, cinco mil elegidos disfrutarán de su música en el Palacio de Deportes.
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