La tentación habita en el cerebro Fundamentos biológicos de la deshonestidad ¿Somos corruptos por naturaleza?
¿El corrupto nace o se hace? ¿Hay una predisposición genética a aceptar sobornos? ¿Está la tentación arraigada en nuestro cerebro o es el entorno el que nos tienta? La neurología y recientes estudios de ciencias sociales abordan uno de los temas de mayor actualidad. Te lo contamos.
Miércoles, 28 de Diciembre 2022
Tiempo de lectura: 6 min
Son muchas las ramas del saber que se han planteado la cuestión: la filosofía, la economía, la perspectiva evolucionista... Pero en los últimos años ha sido la neurología la que nos ha permitido acercarnos más a nuestro cerebro de una manera impensable tan solo unas décadas atrás.
Un grupo de estudiosos de la Academia de Ciencias Sociales de China se propuso localizar las áreas del cerebro que se activan al recibir un soborno. Para ello, tentaron con diferentes cantidades de dinero a 28 voluntarios, al tiempo que una resonancia magnética controlaba su actividad cerebral: al poner el dinero sobre la mesa, se activaban áreas relacionadas con el bienestar, en el hemisferio derecho y la parte frontal de nuestro cerebro. Los sujetos podían, además, elegir quedarse con el dinero o devolverlo; aquellos que se lo echaban al bolsillo mostraban una mayor actividad en el giro frontal izquierdo del cerebro, una zona próxima a la sien. Ahí podría residir, según los estudiosos, la base de nuestras conductas corruptas.
Nuestras conductas corruptas activan el lado izquierdo del cerebro. El castigo y la percepción social suponen un elemento de control fundamental, modulan nuestra naturaleza esencialmente egoísta
¿Son aplicables los resultados obtenidos en China a otro lugar del mundo? Según el psicólogo y biólogo de la Universidad de Harvard, Marc Hauser, sí: él habla de una ‘gramática moral universal’, inscrita en nuestra mente a lo largo de millones de años de evolución, que nos dicta lo que está bien y lo que está mal. Hauser planteó a los sujetos de su investigación una serie de dilemas morales que se han convertido ya en un clásico a la hora de investigar las raíces de nuestra ética. Imaginemos un tren que viaja sin control. A poca distancia hay una bifurcación en las vías: a un lado, un solo hombre, sin posibilidad de escapatoria; al otro, cinco operarios trabajando, que fallecerían si el tren fuese en su dirección. Si en nuestras manos está el que el convoy se dirija en una u otra dirección, ¿qué hacemos?
¿Es lícito elegir matar a uno para que sobrevivan otros cinco?
Hasta 150.000 personas de 120 países distintos han respondido de manera casi unánime: sí. Pero, ¿y si la opción para salvar a los cinco trabajadores fuese empujar a una persona que contempla la escena desde lo alto de un puente? Si le tiramos a las vías, el tren le atropellará y descarrilará, condenándole a una muerte segura, pero salvando cinco vidas. Aquí la mayoría decide que no. Hauser observa que se produce una reacción muy similar en sujetos de distintas culturas, edades, clases sociales, religiones...
«De manera primitiva somos unos ladronzuelos», explica Nikolaos, investigador de la Universidad de Reading y coautor del artículo Patrones fisiológicos y de comportamientos en la corrupción, publicado en diciembre en la revista Frontiers in Behavioral Neuroscience. «Las tribus robaban la comida a la tribu vecina, y es lo que tenemos inscrito de manera primaria en nuestra mente: si consigues más comida, mejor. Pero al lado de esto, surge algo más reflexivo que nos dice que no actuemos de este modo. Por eso, cuando el tiempo de reacción es mayor, somos más prosociales». Esto es: más proclives a tomar decisiones que ayuden al conjunto de la sociedad. Aurora García-Gallego, coautora del estudio, añade: «Tenemos una naturaleza corrupta: el interés personal es lo primero. Pero también somos capaces de considerar que vivimos en una sociedad donde hay unos criterios éticos que son útiles para todos. Y que, además, pueden implicar un castigo si nos los saltamos». El castigo y la percepción social suponen un elemento de control fundamental, modulan nuestra naturaleza esencialmente egoísta.
La excusa del coche eléctrico
Pablo Brañas-Garza, catedrático de Economía del comportamiento en la Universidad de Middlesex (Londres) ha observado comportamientos curiosos en sus estudios. «Por ejemplo, los que conducen un coche eléctrico tienden a saltarse más semáforos. ¿Por qué? Porque al conducir un vehículo respetuoso con el medio ambiente, consideran que tienen un ‘stock de bondad’ muy elevado, y se pueden permitir unas licencias morales que no atribuyen a los demás».
Nuestra autopercepción juega un papel fundamental a la hora de inclinar la balanza del bien y el mal. Los triunfadores consideran que se han ganado tener más parte del pastel
Nuestra percepción de nuestra propia persona juega un papel fundamental a la hora de inclinarse hacia un lado u otro de la balanza del bien y el mal. El Nobel de Economía Vernon Smith hizo un experimento en el que distintos grupo de personas debían resolver una serie de pruebas. A continuación les otorgaba una cantidad de dinero a los que habían obtenido mejores resultados, pidiendo que lo repartieran con otros grupos que habían afrontado sin éxito los mismos problemas. Comprobó que no eran ecuánimes: invariablemente otorgaban menos dinero a los que habían obtenido peores resultados. Consideraban que se habían ganado el privilegio de quedarse con la parte más grande del ‘pastel’.
¿Son menos corruptas las mujeres?
El cliché asegura que es así y muchos estudios lo corroboran, pero un informe reciente de la Universidad de Rice (EE.UU.) aporta un dato añadido. Los investigadores comprobaron que en regímenes autocráticos, donde la corrupción es endémica, había pocas diferencias en el nivel de corrupción entre hombres y mujeres. Sin embargo, en países democráticos había diferencias notables. ¿Por qué? Según el informe, porque ellas muestran menos comportamientos de riesgo. Es decir, donde la amenaza de la ley es real, no se arriesgan a que las pillen en un delito. Las mujeres no serían menos corruptas por naturaleza, sino menos temerarias.
¿Acataría la orden de un corrupto?
¿Y si la corrupción no fuese necesariamente nociva? ¿O por lo menos no implicara el fin del sistema? A otra interesante conclusión llegan Francisco Úbeda, profesor de biología evolutiva en la Universidad de Tennessee, y Edgar Núñez, de Harvard. Haciendo uso de la teoría de juegos, crearon un modelo en el que los individuos encargados de castigar a aquellos que no cooperaban podían actuar de manera corrupta sin ser castigados: lo llamaron Juego de la corrupción. En un burdo paralelismo con nuestra sociedad, los primeros serían, por ejemplo, jueces y policías: encargados de velar por el cumplimiento de la ley, pero con un margen superior al resto a la hora de eludir su rigor.
Resultado: aunque los primeros hicieran trampas, los demás seguían cooperando. El miedo al castigo les hacía obedecer las normas aunque supieran o sospecharan que el árbitro se las estaba saltando. En palabras de Úbeda: «Los ejecutores de la ley a menudo disfrutan de privilegios. Pero al mismo tiempo eso resulta en un mayor respeto a la ley». Eso sí, siempre que la desigualdad asociada al poder se mantenga en unos niveles bajos. Una corrupción excesiva, según sus experimentos, lleva a la desintegración social. Y se acaba el juego.
La raíz cerebral de la honestidad
Un estudio de laa Universidad de Berkeley asoció la honestidad con una región concreta del cerebro: la corteza dorsolateral prefrontal [coloreado en verde y rojo en la imagen]. Los científicos llegaron a esta conclusión tras iniciar un experimento en el que participaban individuos sin daños cerebrales y sujetos con daños en esa zona cerebral, que se encarga de controlar nuestros impulsos más automáticos.
A ambos grupos se les propuso un juego: se les daba dinero y podían decidir cuánto se quedarían para ellos y cuánto le darían a un individuo desconocido. Aquellos que habían sufrido daños en esa parte del cerebro eran más proclives a mentir en beneficio propio. «Esto sugiere que ser honesto –cuando lo ventajoso sería mentir– requiere una grandosis de autocontrol», dice Ming Hsu, coautor del artículo. Los sujetos podían quedarse con el dinero o devolverlo. Si se lo quedaban, mostraban una mayor actividad en el giro frontal izquierdo [coloreado en rojo]. Ahí podría residir la base de las conductas corruptas.
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