El poder sanador del cerebro Nuevas investigaciones ¿Y si tu mente pudiera curarte?
Recientes estudios sobre el efecto placebo demuestran su poder sobre dolencias como el párkinson, el síndrome del intestino irritable, la depresión y el dolor. El poder sanador de la mente está, ahora más que nunca, bajo el microscopio. Se lo contamos.
Subir o bajar la temperatura corporal a voluntad, ralentizar con el pensamiento el latido cardiaco o poner bajo mínimos el metabolismo solo con la meditación. Estas son algunas de las capacidades de los monjes tibetanos que fascinan a los científicos que estudian el poder curativo de la mente. Un poder curativo cuyas posibilidades también se investigan en nuestro entorno, porque no hace falta ser un maestro yogui para lograr que nuestra mente module los síntomas de una enfermedad; de hecho, todos nosotros, en algún momento, nos hemos 'curado' sucumbiendo a la sugestión, la esperanza o la fe.
Es lo que en ciencia se conoce como 'efecto placebo', y sus sorprendentes posibilidades terapéuticas han sido el eje de miles de investigaciones científicas. Porque, aunque el placebo se conozca ya desde la antigua Grecia y se haya venido utilizando durante siglos como mentira compasiva, la ciencia moderna ha dejado de considerarlo superchería y lo ha elevado a la categoría de medicina. Nunca como ahora se ha puesto más al microscopio el binomio mente-cuerpo y su relación con la salud.
Equipos de dentistas han mostrado que el placebo puede equivaler al uso de cinco miligramos de morfina
Numerosos investigadores científicos de múltiples campos han encontrado la evidencia sobre cómo nuestros pensamientos, emociones y creencias pueden tener beneficios objetivos para la salud, desde el alivio de los síntomas a su influencia en las respuestas inmunitarias e incluso a la reducción del riesgo de caer enfermos.
Se ha visto en el temblor del párkinson y, de hecho, se están estudiando las neuronas del tálamo –región cerebral involucrada en esta enfermedad– para comprobar su comportamiento cuando hay placebo de por medio y cuando no lo hay con la idea de que los pacientes de párkinson consigan los mismos beneficios clínicos, pero con menos medicación. También se ha evaluado su utilidad en las diarreas del síndrome del intestino irritable –con estudios que señalan que más de una cuarta parte de los pacientes mejoran con placebos–, en la depresión –algunos análisis sugieren que hasta un 40 por ciento de los efectos positivos podría tener que ver con el placebo– y en muchas patologías más.
De todas ellas, en donde sin lugar a duda reina el placebo es en el tratamiento del dolor. Uno de los trabajos clásicos –y que cambió la mirada de los científicos– es el realizado tras la Segunda Guerra Mundial por el doctor Henry Beecher. De él se dice –aunque no ha podido ser contrastado– que, debido a la escasez de morfina, inyectó a los soldados heridos una solución salina y descubrió que funcionaba para reducir el dolor. En 1955, Beecher publicó su famoso artículo The powerful placebo, en el que, tras estudiar a más de mil pacientes, concluyó que el 35 por ciento de los síntomas se alivió solo con placebo. Tres décadas más tarde, su trabajo sería corroborado por varios equipos de dentistas, los cuales mostraron que su uso podría equivaler al de cinco miligramos de morfina.
Y no se trata de magias ni de milagros. «Es química cerebral», nos dice el divulgador científico Erik Vance en su libro Suggestible you: the curious science of your brain's ability to deceive, transform and heal ('Tu yo sugestionable: la curiosa ciencia de la capacidad de tu cerebro para engañar, transformar y sanar'), en el que intenta explicar la capacidad del cerebro para curar tanto la mente como el cuerpo. Él mismo participó en un experimento en el que recibía descargas eléctricas, pero fue capaz de bloquear el dolor gracias a una luz verde –placebo– que le mostraban los investigadores antes de las descargas.
Esa química cerebral de la que habla Vance, en la que hay decenas de neurotransmisores y hormonas involucrados, es una de las claves de la respuesta al placebo. Porque el placebo actúa a muchos niveles. Del plano psicológico, el que nos puede parecer más obvio, es fácil entender que su poder radica en la esperanza, las expectativas, la motivación y la reducción de la ansiedad. Menos evidente es entender que la respuesta también puede darse en el sistema nervioso autónomo –alterando la frecuencia cardíaca, la respiración o la actividad gastrointestinal–, así como en la alteración de los sistemas hormonales o de la actividad del sistema inmunológico.
Resultados sorprendentes con la depresión
Así, por ejemplo, se ha visto que el metabolismo de la glucosa responde más a la ingesta de azúcar percibida que a la real. En un experimento, cuyos resultados se han publicado en Nature, se dio a los participantes dos bebidas con la misma cantidad de azúcar, pero con diferentes etiquetas. Lo que se vio es que la creencia de que se estaba bebiendo una bebida con una mayor o menor cantidad de azúcar alteraba las señales en el páncreas, de forma que producía más o menos insulina y, por tanto, afectaba a los niveles de glucosa en sangre.
Debido a la escasez de morfina en la guerra, Henry Beecher inyectó a los soldados heridos una solución salina y descubrió que funcionaba para reducir el dolor
Tampoco las enfermedades mentales se han sustraído a las investigaciones acerca del influjo del placebo. En concreto, se ha llegado a sugerir que hasta un 40 por ciento de los efectos positivos de los fármacos antidepresivos podría tener que ver con este efecto. Así, se ha visto que tanto un tratamiento con fluoxetina (Prozac) como uno con placebo activa cambios metabólicos en las mismas regiones cerebrales. Otro trabajo, publicado en Health Technology Assessment, apunta a que el placebo tiene la misma eficacia que los antidepresivos para tratar la depresión de las personas con demencia. Y cada vez hay más constancia de que la respuesta placebo es real y cuenta con un gran potencial terapéutico.
En el terreno del dolor, en los últimos años se está poniendo el foco en el estudio de los mecanismos neuronales que permiten el efecto analgésico del placebo. Tenemos que entender que en el dolor –y en las respuestas emocionales al dolor– intervienen distintas regiones del cerebro: tálamo, corteza somatosensorial, corteza cingulada anterior... Lo que se ha visto es que el tratamiento con placebo disminuye la actividad en todas esas áreas relacionadas con el dolor.
Reacción ante el peligro
No solo eso: además, es capaz de elevar los niveles de unos analgésicos naturales, los opioides endógenos, que actúan para suprimir el dolor. Esto es interesante porque son los mismos que en situaciones extremadamente traumáticas liberamos para ponernos a salvo. Y también se ha observado que el placebo aumenta la actividad de la dopamina en otra región cerebral, el cuerpo estriado, que podría estar implicada en el aprendizaje y la conducta asociados con la evitación del dolor.
Curiosamente, la inyección de una solución salina en pacientes con párkinson provoca también un aumento de la liberación de dopamina en el cuerpo estriado dorsal.
Todas estas áreas pueden activarse por muchos placebos diferentes, desde por una pastilla de azúcar o una jeringa con una solución salina hasta por la confianza en una bata blanca. Los placebos pueden ser también un sinfín de condicionantes precognitivos o el runrún interno de cada cual: emociones, expectativas de resultado, recuerdos de otras veces que hemos tomado ese mismo fármaco o si nos inspiran confianza el médico o el hospital.
En un estudio reciente se ofreció a enfermos de párkinson dos dosis de placebo: les dijeron que un fármaco costaba 90 euros y otro, 1300. Los pacientes respondieron mejor a la medicina cara
Entre las investigaciones más curiosas en este sentido encontramos una, llevada a cabo por investigadores de la Academia Estadounidense de Neurología, en la que se ofreció a enfermos de párkinson dos dosis de placebo indicándoles que una era de un fármaco que costaba 90 euros y la otra dosis, de uno que costaba 1300. Efectivamente, los pacientes respondieron mejor a la medicina cara, aumentando en un 28 por ciento sus habilidades motoras.
No solo confiamos más en los medicamentos caros que en los baratos: como explican Sagrario Martín-Aragón y Juana Benedí en el artículo Placebos, publicado en Farmacia Profesional, «se ha demostrado la influencia que pueden ejercer las características físicas de los medicamentos (como su color o tamaño), la vía de administración, su sabor, la posible novedad, la prescripción con receta...». En este sentido, el placebo 'perfecto', el que más efecto haría, sería un medicamento nuevo, caro y administrado por vía parenteral. En cuanto al color, apuntan las autoras, «resulta curioso comprobar cómo las cápsulas de color azul normalmente producen un efecto sedante superior al producido por las de color rosa; o que pacientes afectados de ansiedad respondan mejor a unas tabletas de color verde que a otras amarillas».
El placebo nació en los funerales
En el siglo XV, la palabra 'placebo' hacía referencia a las plañideras en los duelos, que iniciaban sus lamentos con «Placebo Domino in regione vivorum» ('Complaceré al Señor en la tierra de los vivos') y recibían un pequeño donativo. En el mundo anglosajón, un 'placebo funeral' se refería a quienes se ganaban la vida acudiendo a los velatorios, sin conocer ni al fallecido ni a los familiares, con el fin de poder comer gratis. A cambio, con sus llantos proporcionaban consuelo a los deudos.
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