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PABLO SUÁREZ
gijón.
Martes, 24 de marzo 2020, 02:02
Mientras una patrulla de Guardia Civil recorre el pueblo, un hombre aprovecha para dar de comer a las palomas en el parque de San Antonio. Vuelca una bolsa de pan y se marcha. Son las doce del mediodía de una mañana agradable, ... pero apenas hay dos personas presenciando la escena. Ambas llevan mascarilla y ese gesto entre la desconfianza y el miedo que se ha apoderado de Grado en los últimos días. El municipio moscón, de apenas nueve mil habitantes, ha pasado esta semana a las portadas como el principal foco de coronavirus en Asturias. Acumula cuatro muertos, todos ellos usuarios de la residencia geriátrica. Ubicado a la entrada del pueblo, este centro público no solo copa los partes que cada día distribuye el Principado, sino también las conversaciones, pocas y a distancia, de los vecinos.
Todo Grado habla sobre la residencia. Unos con precaución, algunos con rabia por lo que creen que se podría haber evitado y otros, la mayoría, con miedo por si al virus le da por salir. Lo tratan como a un fantasma e incluso evitan mencionar su nombre. «Estamos preocupados. Sabemos que de ahí no tiene por qué salir, pero por si acaso mi hija no sale de casa», dice una vecina, con mascarilla y guantes. «Algo así nunca se vio. Mi madre es diabética y tiene mucho miedo por si se contagia. Se pasa el día llorando», añade un hombre, de vuelta a su casa tras comprar el periódico. Vive junto al geriátrico y tiene edad para recordar. «Algo así, nunca», insiste desde una calle desierta.
La excepción toma mil y una formas y algunos vecinos recuerdan que su fiesta de la flor no se cancela desde 1956. En aquella ocasión fue una gran nevada lo que obligó a posponer la celebración, Ahora, el causante es un virus. «La gente está deprimida, asustada. Nos da mucha pena lo que está pasando».
A la puerta de una carnicería, dos vecinos, Olivo e Isabel, dialogan de acera a acera. Él tiene a su madre en una residencia privada de la zona. Ella es una de las cuidadoras que la atiende. Se conocen poco, «de vista», pero hay en su conversación una sensación de confianza casi familiar. «Ellas son ahora las auténticas heroínas. Su trabajo es tan importante... La prueba de que lo están haciendo muy bien es que, de momento, no tienen ningún caso», elogia Olivo emocionado. «Fuimos de los primeros en tomar precauciones y comprar mascarillas y guantes por si se agotaban», responde Isabel, incapaz de disimular el orgullo.
En un municipio de reducida población, el compromiso entre los propios vecinos se postula como una de las claves para sobrellevar, y terminar superando, la situación. «Dependemos de ellos. Si el virus entra en esa residencia, se puede llevar a la mitad por delante», confiesa Olivo, con el miedo a flor de piel.
El virus ha golpeado con fuerza a Grado y a sus mayores. «Ánimo, vecinos de la residencia», se lee en un cartel, colgado de un balcón frente al geriátrico. «Ellos ya levantaron España una vez. Ahora nos toca al resto», dice otro lugareño. Pese a la preocupación y el miedo como compañeros de viaje inevitables, en el municipio moscón no pierden la esperanza de, en unos meses, reencontrarse en la celebración de la flor. Igual que la nieve terminó por derretirse en el 56, el virus también acabará por desaparecer y el pueblo recuperará la normalidad.
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