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XUAN BELLO
Viernes, 16 de octubre 2020, 03:37
Cada generación hace examen de su pasado, de la tradición que hereda. A la mía, aquella que en los años 80 del pasado siglo cumplía apenas 15 años, le tocó unos precedentes ascendentes en lo intelectual muy interceptados por la Guerra Civil y la larga ... dictadura. En aquellos tiempos de la Transición, pronto rebautizada como la del Desencanto, todavía era posible la figura del intelectual que daba fe de un destino colectivo y en la que el arte era considerado la forma más alta, la más profundamente elaborada, la más condensada de la apropiación por el ser humano, de la Historia. Aquellos escritores (nombro a los de mi preferencia, a aquellos que por entonces leí y coincidían en el escaparate de la librería Ojanguren: Miguel Delibes, Torrente Ballester, Álvaro Cunqueiro o Joan Perucho) clamaban en el desierto cada uno proyectado su orfandad y hacían a su manera suyo los versos de Blas de Otero: «Una generación desarraigada. / Unos hombres sin más destino que apuntalar ruinas». Había otros caminos buenos de andar, como los de Juan Benet, pero me temo que todos coincidían en este desasosiego.
¿Estaban viendo la boca del lobo? Toda generación acaba presintiendo en sus inicios la boca del lobo y comprobando su fiera y vera faz en cada obra de genio que se publica. Es así: en la bóveda de la Historia, el éxito tiene ecos del fracaso y viceversa. Miguel Delibes sin duda, en la soledad de su escritorio, en la búsqueda del adjetivo perdido entre el humo espeso de la redacción del periódico, se preguntaba dónde estaba –entre los miembros de su generación– alguien equivalente a Unamuno, a Ortega, a Baroja. También yo ahora, mirando a mi alrededor, me pregunto humildemente dónde está en mi generación, o en las posteriores, el equivalente intelectual de su figura.
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Frente a la poderosa seducción por la novedad, tantas veces revestida de repeticiones incautas de errores pasados, Miguel Delibes apostó por el diálogo posible por muy distantes que estuviesen los interlocutores, por un diálogo intergeneracional que uniese, aunque fuese tan sólo familiarmente, cierta conciencia crítica de terruño o patria entre orillas diversas. Entre los libros que atesoro en mi memoria están sus cuadernos de caza y pesca, tan precisos. Sabía que el arte de escribir era la técnica de describir. No me olvido de 'La hoja roja', 'Los Santos Inocentes', 'El disputado voto del señor Cayo', sus historias sobre Castilla y los castellanos.
Escribía como nadie había escrito y, sin embargo, todas sus historias –centradas siempre de una manera u otra en esa frontera entre el centro y la periferia, entre el campo y la ciudad– tienen esa sombra de lo eterno: han sido escritas en un tiempo determinado, pero parecen estar escritas desde siempre. Tienen la virtud de transformar una tradición –ya no leemos ni a Cervantes ni a Unamuno de la misma manera tras haberlo leído a él– y condiciona el futuro aún no escrito.
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Nos descubrió Castilla y alguna de sus gentes. Nos descubrió esa tercer España que no quería haber hecho la guerra, en un bando u otro, pero la hizo porque no tuvo más remedio. Nos reveló una conciencia, materialista e idealista a un tiempo, con poco quijote y un mucho sancho: aunque nadie disputa el voto del señor Cayo, por mucha España vacía y muchas zarandajas que se enarbolen en la oportunidad perdida, sus lectores sabemos que el voto del señor Cayo, un campesino de la Castilla verde y montañosa que no ha querido irse de su pueblo, y que yace bajo la helada del olvido, sigue siendo éticamente determinante.
«Ser de pueblo es algo muy importante. Cuando en España no importe el pueblo del cual eres o procedes, casi todo se habrá acabado», escribió.
Hacia 1980, el director de 'La Voz de Asturias', Faustino Álvarez, se fue con José Vélez, el gran fotoperiodista, de excursión por Castilla para hacer un reportaje que se iba publicando, día a día, en aquel periódico. Un poco perdidos, al albur buscando destino por esas islas interiores de la meseta castellana, vieron en una desviación hacia la izquierda a cinco kilómetros el pueblo de Sedado, donde Miguel Delibes tenía casa. Fue Vélez, me confidenciaba Faustino, quien se dio cuenta de este dato para subrayar que había comprobado cientos de veces que son los fotoperiodistas, y no los periodistas, quienes primero se dan cuenta del detalle esencial y determinante. No sé por qué tienen ese don pero estoy de acuerdo: puede ser cosa del imperativo de su profesión pues necesitan, en una foto, ver todo el tiempo representado en el instante.
Torcieron hacia Sedado, Faustino Álvarez charló largamente con Miguel Delibes en una entrevista que merecería ser recuperada. Ya despidiéndose, tras las fotos, el café y los comentarios 'off the record', que en este caso hablaban de los secretos escondrijos de las truchas en el río Luna, a la altura de Cármenes, José Vélez se arrodilló ante Miguel Delibes y le dijo:
Maestro, ¿puedo decirle que me ha hecho disfrutar mucho con sus novelas? ¿Puedo decirle que entiendo un poco mejor el mundo que me ha tocado vivir?
José Vélez quería decir esto, pero lo dijo apresuradamente y sin pensarlo, hincado en sus rodillas, soltó: «Maestro, ¿puede besar esas manos que me han dado tanto placer?).
Nos reíamos, Faustino, Vélez y yo de la circunstancia. Y concluíamos frente a un vaso de vino: antes que John Berger nos lo repitiese, antes de que Seamus Heaney lo subrayase en verso, lo dijo Miguel Delibes: ser de un pueblo es algo muy importante.
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