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AIDA COLLADO
Viernes, 16 de octubre 2020, 03:29
Cien años han pasado desde que llegara al mundo Miguel Delibes (Valladolid, 17 de octubre de 1920). Un siglo en el que no ha parado de aprender del maestro. En el que aprendió de su pluma que lo local acostumbra, casi siempre, a ser ... universal. Que cuando obra y vida van de la mano, cuando la coherencia se impone como único camino, el resultado es impecable. Que no hay nada más difícil que la sencillez, que la prosa que huele a limpio. Aprendió del periodista. Del escritor. Del poeta sin pompa. Delibes regaló a sus lectores grandes lecciones, les reconcilió con una parte de sí mismos a menudo olvidada y evidenció todo lo que sobraba. Todos los artificios literarios que no hacían falta, lo demostró mil veces, para sentir y hacer sentir. Con la claridad como bandera, escribió y habló. Habló largo y tendido, también, en la Asturias que adoraba visitar de vez en cuando, hasta que la enfermedad se lo impidió; de la que envidiaba para su Castilla el «campo con vida»; en la que cultivó no pocas amistades. Y en la que se dirigió a su público en distintas conferencias, recogidas todas en las páginas de EL COMERCIO, para adentrarse en los secretos de la novela y la literatura española del siglo XX.
Aquí se rebeló contra tantas voces que coincidían en proclamar una grave decadencia del género. Afirmaciones, apuntaba, generalmente «hechas por hombres con la cabeza muy bien organizada». Él, «a riesgo de pasar por todo lo contrario», defendió con su elegancia innata desde la región que «la novela española actual» –actual, a mediados del pasado siglo– si no tiene altura, posee por lo menos base».
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Se refería a una «pléyade de escritores discretos, de buen tono», a los que auguraba convertirse en «figuras cimeras dentro de poco tiempo». Y en contraposición señalaba que Baroja, o Galdós, fueron una especie de solitarios en su tiempo, como gigantes aislados.
Opinaba Delibes que después en la Posguerra se produjo una discontinuidad en la novelística española; discontinuidad que no fue nociva, porque si bien estuvo caracterizada la producción de entonces por un pesimismo «algo cándido y rebuscado», también «se barrieron muchos defectos anteriores, entre ellos el retorismo».
Hace más de seis décadas, en octubre 1957, llegaba a Gijón para sentarse en el Ateneo Jovellanos y ofrecer una –publicábamos– «brillante conferencia». Y eso que al inicio de su intervención advirtió que él no era conferenciante. Daba igual. Sus palabras solían estar bencedidas por el acierto. Contó que la novela joven española –él tenía entonces 37 años– se caracterizaba por «la contundencia expresiva, por la rigidez del matiz, por la sobriedad». Algo que contrastaba, en su opinión, con la «afición a la digresión de los novelistas de primeros de siglo, que se apartaban del relato que traían entre manos para introducir disquisiciones sobre lo humano y lo divino, que hacían perder intensidad a la novela».
En cambio, con el giro que dieron escritores como el propio Delibes a mediados de siglo, «se va al grano, tanto en la vida como en la literatura. Los tipos se definen por sí mismos viviendo y no en virtud de descripciones, logrando lo que como meta señaló Ortega: 'Que los personajes los veamos con nuestros propios ojos, que vivan en la mente del lector'».
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Seis años más tarde le entrevistaba para estas mismas páginas otro periodista y escritor, el recordardo Juan José Plans, y volvía a insistir en lo prometedor de la literatura patria. Fue cuando el gijonés obtuvo el Premio Ateneo Jovellanos de Novela Corta, por 'La gran coronación', en 1967, cuando Delibes se hizo gigante de nuevo en el Ateneo y volvió a dirigirse a los asturianos para hablar de la novelística española y clausurar el curso de aquel año, «entre intensos aplausos».
Un año después era la ciudad de Avilés, el Instituto de Enseñanza Media Carreño Miranda, la que con motivo de la festividad de Santo Tomás de Aquino acogía al genial autor. Una de sus últimas apariciones públicas en Asturias, donde en 1982 recogió junto a Torrente Ballester –el día y la noche– el Premio Príncipe de las Letras, fue en Oviedo, en un avanzado 1990. Hace justo treinta años, en un acto organizado por la entonces Caja de Ahorros, el escritor reconoció que ya no le era posible seguir la producción litetaria del país, «por la gran eclosión de autores», pero su conocimiento de la actualidad era suficiente para diagnosticar que «la perfección formal» era ya lo que se imponía en la novela.
En todos sus pasos por Asturias, y no fueron pocos, rechazó por inconsistente la jeremíaca manía de proclamar que todo –teatro, novela, cine, fútbol– está en crisis. No escondía, sin embargo, los grandes obstáculos que se oponen a la labor del novelista: «Son estos en resumen la mala remuneración económica, que hace que un novelista no pueda vivir con lo que escribe; la indiferencia del público y la desidia de la crítica salvo escasas excepciones, que suele desorientar a los que empiezan con varapalos inútiles o no saber estar a la altura de su misión».
Siempre –o casi– en sus intervenciones veía con optimismo el incremento de la publicación de novelas en castellano. Creía firmemente que la novela española acabaría por imponerse. Y recibió a sus palabras, cada vez, una prolongada y cálida salva de aplausos de la Asturias que amaba y ama su método y un estar en el mundo que, ya en entonces, era poco frecuente.
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