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Henry Marsh Neurocirujano «Tenía síntomas del cáncer, pero no pedí ayuda. Pensé que estaba siendo estoico. En realidad, estaba siendo cobarde»

Es uno de los neurocirujanos más prestigiosos del mundo y sus libros, en los que cuenta de forma descarnada su experiencia en el quirófano, lo hicieron famoso... y temido. Ahora, el paciente es él. Y con la misma sinceridad nos cuenta cómo padecer cáncer ha cambiado su percepción de la atención médica.

Sábado, 10 de Septiembre 2022, 01:35h

Tiempo de lectura: 9 min

Vestido con pantalones cortos y zapatillas de deporte de color naranja brillante, Henry Marsh se baja de su bicicleta justo cuando llego a su casa del sur de Londres, a cinco minutos del hospital St. George, donde pasó la mayor parte de su carrera como neurocirujano. Después de pasar el día escarbando en cerebros humanos, Marsh volvía cada tarde a casa en su bici para serrar madera y poner yeso. Reconstruir y reparar su casa se convirtió en una forma de terapia.

Tiene 72 años y padece un cáncer de próstata avanzado, pero cuando hace unos días se obstruyó el canalón lo reparó él mismo. «Columpiándome entre los postes del andamio como un gibón anciano», se ríe encantado. Después de haber pasado toda una vida dando noticias devastadoras a pacientes aterrorizados, ahora se enfrenta a su propia enfermedad incurable. Una situación, admite, en la que nunca imaginó encontrarse. Ha vivido durante muchos años con los síntomas del prostatismo –necesidad frecuente de orinar y dificultad para hacerlo–, pero no se atrevía a pedir ayuda. «Soy una persona muy práctica, pero me negaba a aceptarlo, así de simple –dice–. Pensé que estaba siendo estoico. En realidad, estaba siendo un cobarde».

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15 mil cerebros en sus manos. El doctor Marsh durante una de sus intervenciones. Ha operado más de 15.000 cerebros durante sus cuatro décadas de neurocirujano en la sanidad pública británica.

Finalmente fue a ver a un colega en privado. «Pensé que las enfermedades les ocurrían a los pacientes, no a los médicos», se encoge de hombros. Tan arraigado estaba este sentido de «nosotros y ellos» que incluso cuando las pruebas mostraron que su PSA (antígeno prostático específico, una proteína segregada por la glándula prostática que puede ser un indicador de cáncer) estaba por las nubes se preguntó si no sería debido a la presión en su trasero por ir en bicicleta a la cita. Tras un largo periodo de amarga autocrítica y de búsqueda obsesiva en Google de las tasas de supervivencia –entre el 30 y el 50 por ciento de los hombres con la enfermedad avanzada están vivos después de cinco años–, le consume la idea de que, a pesar de creerse un médico bastante compasivo, nunca se ha acercado a la comprensión del miedo y el autoengaño que acompañan a una enfermedad grave.

«Creía que las enfermedades les ocurrían a los pacientes, no a los médicos». Cuando cruzó al otro lado, se dio cuenta de que allí «solo era otro anciano asustado»

Sus propios pacientes, vivos y muertos, lo visitan con frecuencia. «¡Y cómo!», dice. Pasó por una fase en la que, a la espera de saber si su cáncer había hecho metástasis, le perseguía el rostro de cada uno de los pacientes a los que creía haber fallado. «Estaban por todas partes, detrás de cada armario de la cocina y de cada puerta, y eran personas en las que no había pensado en décadas. En algún nivel inconsciente creo que estaba pidiendo a todos estos pacientes que me perdonaran y entonces me salvaría y no moriría de cáncer».

Marsh ha llevado un diario toda su vida, así que cuando escribió su primer libro, Ante todo, no hagas daño, publicado en 2014, «tenía montones de historias». Escribió con gran detalle sobre las operaciones exitosas para extirpar tumores y también sobre los desastres en los que los pacientes acababan paralizados, sin habla o muertos. Admitió que su profundo miedo al fracaso le hacía abordar algunas operaciones con pavor y describió la inmensa pena que sentía cuando las cosas no salían según lo previsto.

«Por supuesto que antes acelerábamos la muerte cuando los pacientes sufrían; todos lo hacíamos», dice. «Si se moría de todos modos, se le ponía la inyección. A menudo, para despejar camas»

«Todos queremos que nuestros médicos sean infalibles, porque es aterrador pensar que no lo son –dice–. Una de las cosas buenas de la jubilación es que vuelvo a sentirme un ser humano completo. Ahora puedo tener una reacción directa ante el sufrimiento humano, que es la compasión y la pena. Como médico aprendes a ocultar tus sentimientos a tus pacientes y acabas escondiéndolos a ti mismo».

La mirada de reproche de las enfermeras

Su propia experiencia como paciente ha sido una lección. En su último libro, Y finalmente, describe el trato que recibe como paciente, cuando menos, poco amable. La enfermera que supervisa sus esfuerzos por producir una muestra de orina, por ejemplo, se muestra «desaprobadora», lo que le hace sentirse como un niño pequeño al que se le enseña a ir al baño sin éxito.

Insiste en que no quería ni esperaba un trato especial, pero lo ocurrido fue doloroso. «Cuando los médicos tratan a sus colegas, tienden a desplegar la alfombra roja –cuenta–. Sobre todo, si tu colega es un neurocirujano famo- so que escribe libros acerca de todo lo que hace». Pero enseguida se dio cuenta de que aquí no era un eminente neurocirujano ni un escritor de super- ventas, sino que había cruzado al otro lado. «Solo era otro anciano asustado con un cáncer de próstata avanzado».

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Autor superventas. Marsh comenzó a escribir libros sobre su experiencia médica en 2014. Del primero, Ante todo no hagas daño, ha vendido un millón de ejemplares. Ahora acaba de publicar en inglés And Finally: Matters of Life and Death.

Se ha sometido a un tratamiento de radioterapia y se inyecta cada tres meses un medicamento de terapia hormonal que suprime la testosterona. Como consecuencia, dice que ha engordado un poco y perdido pelo. «La pérdida de erecciones y de libido no me molesta en absoluto –confiesa alegremente–. Pero sí me molesta haber desarrollado pechos pequeños y barriga». También le molestan los sofocos y el cansancio, pero, aun así, sale a correr todos los días. Tras jubilarse, tampoco se retiró del todo. Siguió operando en Nepal y Ucrania. La primera vez que visitó Ucrania fue en 1992. Ahora describe el país como su segundo hogar y tiene muchos amigos allí. Desde que estalló la guerra, ha asesorado vía webinar a sus amigos médicos en el frente. Días después de que nos reuniéramos, tenía que volver a Leópolis para visitar al ministro de Sanidad y hablar de la educación médica. Aunque tiene dudas. «No tengo experiencia en cirugía de guerra».

Generosamente, ha invitado a una familia ucraniana a compartir su casa, pero parece haber calculado mal su propio ancho de banda emocional. «El hecho es que es increíblemente difícil tener a otras personas en tu casa –reconoce–. Ya sabes, los invité aquí, fue una especie de gesto heroico que ha salido mal. Me siento muy decepcionado conmigo mismo».

Toda una vida 'llamando la atención'

De joven, Marsh sufría ansiedad severa, que llegó a ser tan grave que contempló el suicidio. A los 21 años ingresó brevemente en el hospital y después vio a un psiquiatra una vez a la semana durante un año «que fue muy amable y me hizo sentir que no era la persona terrible que creía que era».

Nacido en Oxford en 1950, Marsh –el más joven de cuatro hijos– «era ruidoso y buscaba atención». A pesar de su ansiedad, tiene un cimiento de confianza en sí mismo que proviene en parte de una educación de primera clase, pero sobre todo, dice, de sus padres. Su madre, Christel, refugiada de la Alemania nazi, y su padre, Norman, abogado, formaron parte del pequeño grupo que fundó Amnistía Internacional.

Siempre ha asumido que convertirse en neurocirujano tenía menos que ver con ayudar a la gente y más con presumir. «Toda mi vida me he dedicado a llamar la atención. Pero creo que es un poco más complicado que eso. Es una necesidad de asustarme a mí mismo, de estimularme, algo que probablemente siente la mayoría de los cirujanos en cierta medida. Y he seguido haciéndolo, ya sea buscando operaciones difíciles o situaciones inhóspitas como la de Ucrania. Pero la línea divisoria entre la excitación y el miedo es siempre muy fina».

Es muy consciente del egocentrismo que arruinó su relación con su primera esposa. Se casaron a los 22 años y se divorciaron en 1999, después de llevar 27 años juntos. Fue infiel. «Todavía me siento mal por eso. No puse a los niños en primer lugar (tiene tres, todos de ese matrimonio) y eso fue lo peor». Adora a sus pequeñas nietas. «Pero no creo que haya sido un buen padre, no. De hecho, no pensaba en ellos en absoluto, solo me interesaba en mí mismo y en mi propia necesidad de conseguir logros».

«El paciente, y no el médico, debe decidir si muere rápida o lentamente. Yo tengo desde hace años un kit de suicidio. Si no puedo moverme, tengo incontinencia... querría irme. No creo que cambie de opinión»

Hoy divide su tiempo entre su casa de Londres y la de Oxford, donde vive su segunda esposa, la antropóloga social y también autora de best sellers Kate Fox, 12 años menor que él. Se juntaron dos años después de su divorcio. «Kate me ha hecho muy muy feliz», dice.

"He visto muertes horribles"

Un provocador nato, Marsh fue un vehemente defensor de la muerte asistida mucho antes de enfermar él mismo, y ahora cree aún más firmemente que los pacientes terminales deben tener derecho a decidir cuándo y cómo morir. Hace treinta o cuarenta años era una práctica habitual que los médicos aceleraran la muerte cuando los pacientes sufrían. «Por supuesto que todos lo hacíamos –reconoce–. Ahora es mucho más difícil porque cada grano de morfina se registra. Pero hace años, si alguien se estaba muriendo de todos modos, se le ponía una inyección para acelerarlo. A menudo se hacía para despejar las camas».

Le choca ahora ese tipo de medicina? «Sí, lo hace y lo desapruebo –responde–. Pero también me disgusta intensamente la oposición a la muerte asistida. El paciente, y no el médico, debe poder decidir si muere rápida o lentamente. La buena medicina se basa en la evidencia. Los que se oponen a la muerte asistida no pueden recurrir a ninguna prueba para apoyar su posición. Su respuesta es emocional y moral, disfrazada de argumento racional».

Marsh tiene su propio kit de suicidio desde hace muchos años: «No puedo decirle lo que contiene a menos que prometa no contarlo». Pero es seguro que si Marsh quiere acabar con su vida tiene los medios.

«Todos queremos que nuestros médicos sean infalibles porque es aterrador pensar que no lo son. Como médico, aprendes a ocultar tus sentimientos a tus pacientes y acabas escondiéndotelos a ti mismo»

¿Cómo sabrá cuándo es el momento? «Soy plenamente consciente de lo que nos depara el futuro –cuenta–. He visto algunas muertes horribles. Si estoy paralizado en la cama, sin poder moverme y con doble incontinencia, querría irme –prosigue–. No creo que cambie de opinión sabiendo que voy a morir de todos modos».

La 'tonta' idea humana de vivir para siempre

Por el momento se encuentra en plena forma y de un humor excelente. Me enseña sus habitaciones, todas construidas por él mismo. Ahora se dedica a la casa de muñecas que está haciendo para sus nietas. Su cáncer está en remisión, pero reconoce que cuando su PSA empiece a subir de nuevo, «lo que ocurrirá», será doloroso. «Para entonces puede que hayamos entrado en un mundo nuevo de medicamentos de quimioterapia», añade esperanzado, y luego se regaña a sí mismo. «Pero solo lo digo porque tengo esta tonta idea humana de que voy a vivir para siempre. ¿Qué más quiero hacer con mi vida? Nada. Quiero terminar la casa de muñecas. Quiero estar ahí para Kate y mi familia. El resto es solo codicia. He tenido una vida fantástica, soy muy afortunado. Mi principal preocupación es dejar este mundo con gracia, rapidez y valentía, con el menor alboroto posible».

Etiquetas: Cáncer