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Friedrich Merz, ¿el nuevo piloto de Europa?

Trump, Putin, China y la AfD en el horizonte

Friedrich Merz, ¿el nuevo piloto de Europa?

El próximo canciller de Alemania tiene fama de bocazas y un estilo directo y arrogante, pero sobre todo nunca ha gobernado nada. Un lastre aparente para el hombre que debe sacar a su país de la recesión, liderar Europa, enfrentarse a Putin y Trump y detener a la ultraderecha. Su figura no despierta mucho optimismo, pero ¿y si fuera esa su gran baza? Estas son las armas de un político diferente.

Viernes, 14 de Marzo 2025

Tiempo de lectura: 7 min

No es de los que se desviven por contentar a sus jefes. Friedrich Merz, en breve canciller de Alemania a sus 69 años, se lo hizo saber pronto a Angela Merkel. Antes de gobernar su país, la excanciller lo tuvo a su cargo cuando ella era presidenta de su grupo parlamentario y dirigía la ejecutiva de su partido, la CDU. A Merkel le gustaba reunir los domingos a su equipo en Berlín para preparar la semana. Y todos acudían obedientes... excepto Merz. El domingo, alegaba, es para estar con la familia.

Poco después, cuando Merkel alcanzó el poder, a nadie extrañó que lo excluyera del Gobierno. Merz dejó la política –sin haber ocupado cargo ejecutivo alguno, como recalcan hoy sus detractores– y solo regresó cuando su némesis se retiró tras 16 años en la cancillería.

Muy distinta fue su relación con Helmut Kohl. Merz admiraba al adalid de la unidad europea y de la reunificación alemana: patriarcal y autoritario, pero también emotivo y, ante todo, audaz. Merz se ganó su aprecio en sus días en el Parlamento europeo –de 1989 a 1994, su bautismo político–, defendiendo con pasión el europeísmo de su jefe. Pronto fue invitado a la cancillería para tratar los grandes temas del continente. Allí se conocieron, exhibiendo el aprendiz aplomo y personalidad ante el maestro.

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El delfín del Kohl. Su carrera política arrancó en 1989. Como eurodiputado de la CDU, defendió el europeísmo del entonces líder democristiano, el canciller Helmut Kohl. 

Su desempeño en Estrasburgo hizo que, en 1994, fuera llamado a la política nacional. En su segunda legislatura en el Bundestag ya era vicepresidente de su grupo parlamentario, al poco presidente y, con ello, líder de la oposición a Gerhard Schröder. Tenía 45 años y en el horizonte ya atisbaba el liderazgo de la CDU y... de la cancillería. No contaba, sin embargo, con la inesperada irrupción de Angela Merkel. Crítica con Kohl, derrotó a Merz con un giro hacia el centro, y el pragmatismo y la paciencia como banderas. Las mismas armas que la llevarían al poder en 2005. 

Se presenta como un asertivo hombre de negocios, habilidoso en el cara a cara. Al igual que Donald Trump, «cree que se puede llegar a buenas soluciones por medio del conflicto y la provocación», dice su biógrafo

Para Merz no quedó ni el consuelo de un ministerio. Merkel sabía que, a un rival así, hay que rematarlo. Humillado, el perdedor dejó la política. Y nadie, claro, esperaba su resurrección. Por eso, aunque se describa como puntual, trabajador, directo y sobre todo ambicioso, calificativos a los que sus críticos añaden bocazas, iracundo, susceptible o arrogante, el atributo que mejor lo define es la determinación.

Porque Merz, lejos de deprimirse, se puso a trabajar en un influyente bufete, en consejos de administración de varias empresas y en BlackRock, el mayor gestor de activos del mundo, hasta convertirse en multimillonario y regresar al lugar exacto donde había dejado su carrera política: la batalla por el liderazgo de la CDU.

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Merkel, su gran obstáculo. De vuelta a Alemania, se convirtió en el gran candidato a ser su heredero, hasta que Angela Merkel se interpuso en su camino. La mujer que acabó gobernando Alemania durante 16 años lo derrotó en una implacable batalla por la presidencia de la CDU. Cuando fue nombrada canciller, ni siquiera le ofreció un ministerio. Humillado, Merz dejó la política poco después. Solo regresó, convertido en multimillonario, cuando Merkel se jubiló.

Sufrió otras dos derrotas (tres en total con la de Merkel), pero persistió y, finalmente, consiguió su objetivo en 2022. Su llegada a la cancillería es, por tanto, el triunfo de la constancia de un político con un estilo en las antípodas de sus antecesores. «Fontaneros del poder» llama, despectivo, a Merkel y Olaf Scholz.

Y Merz es, sin duda, diferente a ellos; más en la línea del reformista Schröder, macho alfa con gusto por la teatralidad y la disrupción. Aunque, a diferencia del socialdemócrata, cuatro veces divorciado y reputado mujeriego, él lleva más de 40 años casado y es un padre de tres hijos (con siete nietos) defensor de la familia tradicional.

Su abuelo, alcalde de su ciudad, se afilió al partido nazi para salvar su cargo. Poco después le puso el nombre de Hitler y Göring a dos calles del municipio

Se posiciona, por ejemplo, contra el aborto. Y dos comentarios de lo más extemporáneo revelan su opinión sobre la homosexualidad –«no me importa mientras no se me acerque», dijo de Klaus Wowereit, exalcalde gay de Berlín– y las cuestiones de género. «Puedo entender su posición», comentó cuando Donald Trump dictaminó que su Gobierno solo reconoce el masculino y el femenino.

Son los valores con los que creció en su natal Brilon, una ciudad de 26.000 almas en la muy católica región de Sauerland, en el extremo oeste de Alemania. Allí vive con su familia y cerca de sus padres –Joachim, de 101 años, y Paula, de 97–, residentes de un hogar para mayores. Merz es el mayor de cuatro hermanos, de los cuales han fallecido dos: Melanie, su favorita –«éramos los más sensibles, como nuestra madre»–, murió a los 21 años en un accidente de tráfico; a Peter se lo llevó una esclerosis múltiple antes de los 50.

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Tradición y familia. Merz es católico, de familia tradicional, y lleva más de 40 años casado con Charlotte Gass, jueza de distrito. Tienen tres hijos y siete nietos.

A Merz le gusta recordar su infancia en la casona de sus abuelos maternos. «Siempre estaba llena. Vivimos allí tres generaciones bajo un mismo techo». Pronto, sin embargo, conocería la verdadera soledad. «A los 9 años cogí la tuberculosis y me enviaron a un sanatorio en las estribaciones de los Alpes. Dormíamos cuatro niños juntos, no se permitían las visitas y solo podía llamar a casa una vez por semana. Lloré mucho; echaba de menos a mi familia. Solamente vinieron una vez, para mi primera comunión, que celebré allí. Por suerte, me curé en seis meses». 

Poco después murió su abuelo Josef Paul Sauvigny, ignorante el mayor de sus nietos de la mancha que escondía su pasado. Juez y alcalde de Brilon durante 15 años por el Partido de Centro Católico, Sauvigny se afilió al de Hitler cuando este tomó el poder, en 1933. Salvó así su cargo –por cinco años más– y, muy probablemente, su vida. Lo hizo, eso sí, con inflamado fervor, a juzgar por un discurso de alabanza al nazismo que dio ese año. Al poco, Hitler y Göring tenían sendas calles en el municipio.

Detener el ascenso de la ultraderechista AfD es uno de sus grandes retos. Y, de momento, no se le da muy bien: su partido perdió más de un millón de votos a favor del de Alice Weidel

Tras la guerra, Joachim Mertz compensaría un poco el historial familiar dirigiendo juicios contra los nazis. Al preguntarle por su abuelo en 2004, Merz dijo que, aunque para él había sido «un admirable ejemplo», solo era un niño cuando murió –«para mí solo era el querido abuelo y el genial alcalde»–, y subrayó: «En casa nunca se hablaba del asunto».

La política, de hecho, tardaría en llamar a su puerta. Dice Volker Resing, su biógrafo, que Merz fue un adolescente con «fama de alborotador» que «fumaba, bebía, iba en moto y llevaba melena». Repitió curso y las esperanzas de que siguiera la tradición familiar del Derecho saltaron por los aires. Un día, ante sus notas desastrosas, el señor Merz estalló: «¡Acabarás de albañil!».

Un cambio de colegio lo hizo reaccionar. Enderezó sus notas, ganó autoestima y, también, sus primeras elecciones... a delegado de clase. Se interesó por la música –trombón, clarinete y batería– y remató su metamorfosis antes de irse a la universidad, en Bonn y Marburgo, al afiliarse a las juventudes de la CDU, el partido de su padre.

Más tarde fue becario en la Fundación Konrad Adenauer, también de la CDU; y al acabar la 'mili' –en artillería; una lesión de rodilla truncó su aspiración de ser oficial– obtuvo, al segundo intento, una plaza de juez de paz en Saarbrücken, la ciudad de Charlotte, su esposa, a la que conoció en la facultad, y también juez. Al año, sin embargo, fue contratado como asesor jurídico de la poderosa industria química alemana hasta su elección como eurodiputado.

Hoy, 39 años después, Merz asegura sentir una conexión profunda con la cultura, las tradiciones y la historia de su país. También con las montañas de su tierra, por las que practica el senderismo. Admira a Beethoven y desea conocer el Tíbet. Algo difícil en, al menos, cuatro años, dada la dimensión de sus retos como décimo canciller de la República Federal de Alemania.

El país lleva tres años en recesión, sus infraestructuras amenazan ruina por la falta de inversiones, y el modelo industrial que lo convirtió en motor de Europa y gran exportador mundial está en decadencia. En su mano está, además, detener el ascenso de la ultraderechista AfD. Y, de momento, no parece dársele muy bien, ya que su partido perdió más de un millón de votos a favor del de Alice Weidel. 

Ante los desafíos internacionales, con Trump y Putin haciendo piña contra Ucrania y la UE, Merz se presenta como un asertivo hombre de negocios, habilidoso en el cara a cara. Como Trump, «cree que se puede llegar a buenas soluciones por medio del conflicto y la provocación», señala Volker Resing. Además, presidió durante veinte años el Puente Atlántico, un lobby para fortalecer la relación con Estados Unidos. Y, asunto no menor ante el volátil inquilino de la Casa Blanca, Merz juega al golf.

Por de pronto se comprometió en la noche electoral a «lograr la independencia europea». Para liderar la transformación de la UE en un actor ágil, firme y unido ante la nueva era, cuenta con su experiencia de eurodiputado y la ayuda de Ursula von der Leyen, compañera de partido, al frente de la Comisión. 

En su contra juegan un débil liderazgo interno –a pesar de su victoria, obtuvo el segundo peor resultado para su partido desde 1949–, su nula experiencia de gobierno y las limitaciones de gasto federal (del 0,35 del PIB), que, precisamente Merkel, impuso a la Constitución tras la crisis de 2008. Son factores que no invitan al optimismo. Pero, quién sabe, quizá esa sea al final su gran baza para revitalizar a su deprimido país y, con ello, también a Europa.