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Lunes, 20 de Mayo 2024, 12:57h
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Fue la fiesta del año, antes incluso de que comenzara. En 1966, el escritor estadounidense Truman Capote citó a 500 elegidos en el gran salón de baile del hotel Plaza de Nueva York. Se trataba de la mayor concentración de celebrities jamás vista. Katharine Graham (editora de The Washington Post), John Kenneth Galbraith (economista, embajador, amigo y consejero del presidente Kennedy), el modisto Óscar de la Renta, el productor de cine David O. Selznick, Rose Kennedy, los escritores Philip Roth y Norman Mailer, Frank Sinatra… Todo el que era alguien estaba allí. Y todos querían estar.
Era una suerte hallarse en el salón de baile del Plaza, y más para alguien con ansias de fama. Pero el haber sido invitado no garantizaba la sensación de celebridad. En una esquina, al fondo de la sala, Andy Warhol (1928-1987), entonces un artista emergente, hacía sus reflexiones: «Hay un momento en la vida en el que te invitan a la fiesta de las fiestas [...], pero aun así nadie te garantiza que no te sentirás como un completo idiota».
En aquel baile, Andy Warhol se sintió un don nadie. Y se preguntaba si esa sensación la tendrían Picasso, Liz Taylor y la reina de Inglaterra. Lo cuenta en América, un libro muy Warhol: regado de fotografías, pasajes autobiográficos y pensamientos del artista. «Es un libro fundamental, prodigioso en sus pensamientos premonitorios de un futuro que ha resultado ser muy semejante al momento presente», explica Estrella de Diego, prologuista y traductora de la primera versión española de América (Siruela).
Algunas reflexiones de Warhol son acertadas y profundas. De los Estados Unidos destaca sus ansias de unión, su ambición (es el único país que añade su continente a su nombre) y su acceso igualitario a determinadas cosas: todos, desde la muy glamurosa Gloria Vanderbilt hasta el mendigo más solitario, beben la misma Coca-Cola, puntualiza Warhol.
Sorprenden sus pensamientos sociales. A él, un icono de la frivolidad, el hombre que hizo arte de la sociedad de consumo y que compraba objetos compulsivamente, le preocupaba la pobreza: «El país es rico [...]. ¿Cómo podemos consentir que esto siga sucediendo?», se pregunta mientras observa a una homeless anciana y desgreñada.
En América se asoma el hombre detrás de la máscara. Habla el pueblerino que quedó fascinado al salir de su Pittsburg natal. Cuenta que en 1963 emprendió un viaje en coche. «Cuanto más viajábamos hacia el Oeste, más pop parecía todo. Lo pop estaba por todas partes», proclama con entusiasmo adolescente.
Lo pop estaba ahí, pero los otros no lo veían. Warhol fue un tipo despierto e intuitivo. El hombre que se sintió intimidado en la fiesta de Capote aprendió pronto el arte de figurar porque se dio cuenta de cuál era la clave: las apariencias. «En América necesitas dinero o buena pinta para vivir bien de verdad. Aquí hay de todo y puedes hacerte con ello, bien comprándolo o bien convenciendo a la gente para que te lo den gratis porque tienes muy buena pinta y quieren que estés a su lado», explica en América.
El aspecto lo es todo. «Los clubes tienen más respeto hacia quienes tienen estilo y los tratan mucho mejor que a quienes pagan», sentencia Warhol. «Para eso está el mundo del espectáculo: para probar que lo importante no es lo que eres, sino lo que creen que eres», proclama en otra de esas sentencias rotundas que tanto le gustaban.
Andy Warhol fue polifacético: director de cine, pintor, publicista, escritor, dramaturgo, fotógrafo, mánager del grupo The Velvet Underground y de Lou Reed, creador de la revista Interview, inventor de la modernísima The Factory… Todo eso consiguió Andrej Warhola Junior, hijo de un minero eslovaco y católico emigrado a los Estados Unidos. Logró la proeza, muy americana, de convertirse en un símbolo de América haciendo arte con los símbolos de América: la Coca-Cola, Marilyn Monroe, el billete de un dólar, la sopa Campbell…
El muchacho enfermizo que devoraba revistas de cine fue quien auguró que «en el futuro todos tendríamos derecho a nuestros quince minutos de fama». Él prolongó ese instante mucho más allá de un cuarto de hora, haciendo de la fama un arte. «Los famosos son los mayores mentirosos», dijo. Y se incluyó en el lote. Cuando ya era una estrella, la gente creía que él conocía a todo el mundo. Y Warhol no lo negaba. En una ocasión lo felicitaron por haber conocido a Jayne Mansfield y él dio las gracias, a pesar de no conocerla. Su faceta mentirosa es otra de sus confesiones de América.
Es curioso, porque este hombre pretencioso, ávido de reconocimiento, el mismo que confesó «he conocido al 80 por ciento de la gente que creen que conozco y me muero por conocer al 20 por ciento que me falta», tuvo a la vez una cara reservada y chocante con su imagen pública: era feligrés habitual de la Iglesia bizantina católica, y no le gustaba hablar de sus orígenes, pero adoraba a su madre, una mujer humilde con marcado acento eslovaco.
También llama la atención que cuando en 1968 Valerie Solanas, antigua colaboradora de The Factory, le disparó las tres balas que casi acaban con su vida renunció a testificar en su contra. Es paradójico también que este atentado, que lo habría colocado en las portadas de todos los periódicos, quedara ninguneado por otro magnicidio: el que acabó con la vida del senador Robert Kennedy.
Siempre fue sorprendente. Cuando murió, en el posoperatorio de una sencilla operación de vesícula, sus amigos no lo podían creer. Fue una muerte tan poco warholiana…