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Imágenes que hielan el aliento Víctimas y verdugos: la lucha por la supervivencia

Comer o ser comido. La lucha por sobrevivir ha dotado a las especies de armas cada vez más sofisticadas con un solo fin: que la guerra entre predadores y presas no acabe. La búsqueda de alimento nos regala imágenes que hielan el aliento.

Miércoles, 22 de Noviembre 2023, 15:00h

Tiempo de lectura: 4 min

A finales de los años veinte del siglo pasado, los lobos se extinguieron en el Parque Nacional Yellowstone, en el noroeste de los Estados Unidos. Los ganaderos de la región los habían perseguido como si fueran alimañas hasta acabar con ellos, creyendo que solo traían muerte y destrucción a la ganadería y al resto de los animales salvajes del entorno. Pero con la desaparición del mayor predador del ecosistema, proliferaron exponencialmente los coyotes, que acabaron con aves, pequeños herbívoros y roedores de todo tipo.

Los grandes ciervos, como los wapities, proliferaron igualmente, arrasando la vegetación y poniendo en jaque a todo el parque. La biodiversidad de Yellowstone empezó a descender alarmantemente. Y solo cuando se reintrodujo al gran cazador diezmado, en 1995, el equilibrio comenzó a recuperarse lentamente.

La naturaleza marca las reglas del juego. Los cazadores se reproducen mucho menos que las presas y viven menos tiempo

Ahora sabemos que los grandes 'asesinos' de la naturaleza son imprescindibles para la supervivencia de todo el ecosistema, lo que incluye paradójicamente a sus presas.

Para conseguir que cazadores y cazados, predadores y víctimas, mantengan el equilibrio en esta guerra sin cuartel, la naturaleza marca las reglas del juego. Los cazadores se reproducen menos y, al tener más difícil conseguir los recursos que necesitan, sobreviven en menor número. Las presas, por el contrario, crían en números que pueden llegar a ser astronómicos y tienen más fácil el encontrar su alimento, por lo que viven más y en mayor número.

Marcadas estas normas elementales para conseguir el equilibrio, la evolución ha ido y continúa dotando constantemente a ambos bandos de todo un arsenal para el ataque y la defensa. Hay garras afiladas y retráctiles, dientes poderosos que se regeneran durante toda la vida, velocidades de ataque increíbles, camuflajes para pasar inadvertidos, venenos mortales…

Y, para contrarrestarlos, hay corazas impenetrables, pinchos y venenos insoportables para la boca más armada, disfraces para hacerse invisibles o pasar por otro animal menos apetecible... y un sinfín de trucos más.

Todo, por la supervivencia. Todo, por comer y no ser comido. Por salir airoso en el instante decisivo.

Este equilibrio bélico permite la continuidad de la vida mientras no se rompan las reglas más elementales. Los cazadores deben matar para conseguir el alimento que necesitan, desde luego.

Pero ¿qué pasa si el cazador mata por placer, si causa la muerte de forma indiscriminada buscando fines diferentes a los de la simple supervivencia, si su arma evolutiva –una inteligencia muy superior a la del resto de las especies– le permite matar indiscriminadamente sin importar de qué especie o de cuántos individuos de cada especie se trate?

El resultado lo tenemos ahí mismo. Solo hay que fijarse en lo que le estamos haciendo a nuestro extraordinario planeta. Quizá, sin que nos demos cuenta, también nosotros estemos, como especie, frente a nuestro instante decisivo.