175 años del polémico doctor Sims
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175 años del polémico doctor Sims
Viernes, 22 de Noviembre 2024
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La orina salía sin control por la vagina y mojaba la ropa a todas horas. No importaba la postura: sucedía de pie, acostada, caminando… La orina constante le provocaba, además, horribles erupciones que al médico le recordaban a las vesículas de la viruela. El escozor, dolor y desesperación de Anarcha, una esclava negra de Montgomery (Alabama) de 18 años, eran insoportables. «El olor impregnaba todas las esquinas de la habitación», cuenta el médico James Marion Sims.
Anarcha padecía las graves secuelas de un parto que se había prolongado durante 72 horas y que le había provocado una gran fístula que conectaba su vejiga con su vagina. Y no solo eso. Tenía otra perforación «que se extendía hasta el recto, por la que el gas intestinal escapaba de forma involuntaria y se desprendía continuamente, de modo que su persona no solo era repugnante y asquerosa para sí misma, sino para todo aquel que se acercaba a ella», detalla el doctor Sims. «La muerte habría sido preferible para esta muchacha», añade el médico en su autobiografía.
Anarcha y Sims son dos de los protagonistas de un experimento médico cuya controversia sigue viva hoy, 175 años después de que Sims realizara la última intervención a Anarcha. La operó 30 veces. La chica vivió cuatro años junto con otras jóvenes negras, también víctimas de fístulas vesicovaginales, en un cobertizo del jardín de la casa de Sims, su 'hospital para negros'.
En 1849, Sims logró curar a Anarcha. Aquel éxito lo convirtió en el padre de la ginecología moderna, le supuso el reconocimiento a través de varios cargos, como el de presidente de la Asociación Médica Americana, e incluso recibió el homenaje de una estatua en Central Park, en Nueva York. Pero esa estatua se ha retirado en 2018 y su nombre está manchado al cuestionarse sus métodos porque experimentó durante años con jóvenes esclavas negras a las que intervino en decenas de ocasiones como conejillas de Indias y sin utilizar anestesia.
Organizaciones como Black Lives Matter denuncian a James Marion Sims. Deirdre Cooper Owens también censura su deontología en el libro Servidumbre médica: raza, género y los orígenes de la ginecología estadounidense: «La hipocresía del racismo científico permitía a los médicos escribir sobre la valentía de las mujeres negras ante operaciones potencialmente mortales y dolorosas. La realidad es que los médicos no creían que los negros experimentaran dolor», asegura.
Pero otros como el doctor Lewis Wall, del Departamento de Obstetricia y Ginecología de la Facultad de Medicina de la Universidad de Washington, defienden al cirujano y piden que se preste atención al contexto de la época y a los detalles. Una fuente importante es la autobiografía de Sims, La historia de mi vida, donde narra los pormenores de sus avances profesionales. Al principio no quiso tratar a esas chicas. «Si hay algo que odiaba era investigar los órganos de la pelvis femenina», reconoce en su libro. Se decidió a intervenir porque acababa de descubrir (tratando una retroversión de útero de una mujer blanca que se había caído de su caballo) que si ella se ponía a gatas y con los codos apoyados en el suelo se accedía mejor a la exploración de la vagina. Varios dueños de esclavos le habían pedido a Sims que tratara a jóvenes a su servicio que no podían trabajar debido a las secuelas de los partos. Una esclava era una mercancía valiosa, más cuando Estados Unidos había abolido el comercio internacional en 1808, lo que impedía la llegada de nuevos siervos desde África.
Sims aceptó operar a las chicas. Se le ocurrió introducir el mango doblado de una cuchara (así inventó el espéculo) en la vagina de Betsy, una de las jóvenes esclavas que llevaron a su casa, y pudo ver así la magnitud de su lesión: su fístula vesicovaginal era «del tamaño de una nariz», explica Sims.
A los amos de Anarcha, Betsy y Lucy les hizo esta proposición: «Si me la dejas para experimentar, me comprometo a no intervenir si pongo sus vidas en peligro y no cobraré un céntimo por atenderlas, pero debes pagar por sus impuestos y ropa. Yo las mantendré. Estoy entusiasmado con curarlas, creo que lo conseguiré en seis meses».
A la primera que operó, en 1845, fue a Lucy. «La agonía de Lucy fue extrema. Creí que se moría», escribe Sims. Varios médicos acudieron a presenciar la intervención invitados por Sims. Un par de ayudantes separaban las nalgas de la chica, arrodillada, despierta y rota de dolor. El ginecólogo accedió a la fístula y colocó una esponja para que absorbiera la orina. «Era antes de la época de los anestésicos, y la pobre chica, de rodillas, soportó la operación con gran heroísmo y valentía», cuenta el médico en su autobiografía.
«Fue una estupidez», añade. Al cabo de unos días, Anarcha estaba fatal, con fiebre y pulso débil. La intervino de nuevo y fue difícil retirar la esponja adherida a la vejiga. Hubo otras muchas operaciones con las jóvenes negras. Sims probó a colocar catéteres en sus vejigas. Insistió una y otra vez. Pasaron meses... y años. Los médicos dejaron de ir a presenciar las intervenciones. Pero Sims no cejó. «A pesar de los repetidos fracasos, había conseguido inspirar a mis pacientes la confianza de que acabarían curándose», dice. «No puedo depender de los médicos, así que las he entrenado para que me ayuden. Seguiré hasta el final, no me importa si me cuesta la vida», escribe Sims.
Ellas acaban asistiéndolo en las operaciones: unas sujetaban a otras. Del sufrimiento de las chicas, Sims no habla más en su libro. Cuenta que su familia le presionaba para que lo dejara, no por el sufrimiento de las muchachas, sino porque alimentarlas suponía un alto coste para un médico rural. Su cuñado le escribe: «No tiene idea de lo que cuesta mantener a media docena de negros... y ya van más de tres años. Lo mejor es que abandone».
Sims se niega. Es un reto para él. Está obsesionado con lograr sellar las fístulas y eludir las infecciones posteriores a sus intervenciones. Finalmente, en 1849, cuatro años después de la primera operación a Lucy, se le ocurre que quizá el fallo esté en la sutura. Busca una alternativa al hilo de seda y al plomo usados hasta entonces. Pide a su joyero que le haga un alambre fino de plata. Probó con Anarcha. Suturó con alambres de plata, apretó y presionó con fórceps. Era la operación número 30 de Anarcha. «Se le introdujo una sonda y al día siguiente salió de la vejiga orina tan clara y límpida como agua de manantial», escribe Sims exultante. La examinó. «No había inflamación ni tumefacción, y una unión muy perfecta de la fístula», cuenta Sims.
En junio de 1849, Lucy y Betsy se curaron por el mismo método. «Me di cuenta de que había hecho uno de los descubrimientos más importantes de la época para aliviar el sufrimiento humano», dice Sims. Tras su éxito con las fístulas siguió adelante con su carrera y en 1855 fundó el Hospital para Mujeres de Nueva York, el primero de Estados Unidos. Su prestigio fue en aumento, viajó a Europa, fue médico de la duquesa de Hamilton, operó en Londres y París, lo nombraron Caballero de la Orden de Leopoldo I en Bélgica…
No sabemos qué pasó con Anarcha, Lucy y Betsy ni con sus hijos. Tampoco Sims deja más constancia del horrible padecimiento de esas mujeres que no conocieron la anestesia. Lewis Hall, en un artículo del Journal of Medical Ethics, recuerda que la primera intervención con anestesia –la extirpación de un tumor en el cuello adormeciendo al paciente con vapor de éter– se realizó en 1846 y que durante años hubo reticencias médicas a utilizar éter y cloroformo en las intervenciones quirúrgicas.
De Anarcha, Betsy, Lucy y otras esclavas que contribuyeron al avance de la medicina no se supo más. Ahora las reivindica una escultura erigida en Montgomery, cerca del cobertizo donde fueron operadas. Con ellas se incumplieron las normas deontológicas fundamentales, como el consentimiento y la evitación del sufrimiento, y se vulneraron su dignidad y sus derechos. Fueron cobayas.