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Mi hermosa lavandería

Nueve paradas

Isabel Coixet

Viernes, 24 de Enero 2025, 09:49h

Tiempo de lectura: 3 min

Cojo el 61 en Ledru Rollin cada mañana y me bajo en Roquette/ Père Lachaise justo delante del cementerio. La mitad de los que van en el autobús son jubilados, algunos son turistas que se acercan al cementerio a ver tumbas de famosos de los que vagamente han oído hablar, otros somos trabajadores de distintos colores y orígenes. Hoy en la parada corre un viento frío que te hiela todo lo que no lleves tapado, el termómetro marca menos dos y empieza a lloviznar aguanieve.

Cuando subo al autobús, una mujer con bastón, gorro de lana y mitones y la mitad de la cara llena de morados, como si se hubiera caído por las escaleras, está en plena conversación con un hombre de barba

Cuando subo al autobús, una mujer con bastón, gorro de lana y mitones y la mitad de la cara llena de morados, como si se hubiera caído por las escaleras, está en plena conversación con un hombre de barba muy poblada. La mujer habla muy alto, con un tono agudo de desesperación en la voz. Quiere ir al Ayuntamiento, pregunta si este autobús va al Ayuntamiento; el hombre, con paciencia, le dice que no, que tiene que bajar en la próxima, que va en dirección contraria. La mujer sigue insistiendo una y otra vez. El hombre no pierde la paciencia, insiste en que debe tomar otro autobús, le dice dónde cogerlo.

Cada bandazo del vehículo parece que va a tumbar a la mujer, que se vuelve más y más frágil por momentos. Cuenta que tiene que arreglar los papeles de viudedad, que su marido acaba de morir, que no sabe cómo hacerlo porque no tiene ordenador, que su marido tampoco tenía. Y se mudaron de casa, los vecinos, una pareja de jóvenes estupenda que los ayudaba antes… Que ha llamado a información, pero no entiende lo que le dicen, apriete tal tecla, apriete tal otra, diga su nombre, su fecha de nacimiento. Van demasiado rápido, no entiende lo que le dicen, no sabe qué documentos necesita. Dos mujeres mayores ahora se unen a la conversación. A una le arregla las cosas de papeles la nieta. La otra se queja también de las pensiones, de las mil y una pólizas que te piden, de los impresos, de los certificados.

«Tiene que bajarse ahí, señora, y en la acera de enfrente coger el 16 de bajada». «¿Ese me llevará al Ayuntamiento?». «Allí mismo». En la parada, las dos mujeres la ayudan a bajar, ella sola no puede, se disculpa por molestarlas. «No es molestia, para eso estamos». Se mueve tan despacio, con tanta dificultad... cada paso, una aventura. Parece un milagro que siga en pie. El autobús se aleja y la deja en la acera, confusa como un náufrago que no sabe si el temporal la ha depositado en una isla o dónde. Sé que el resto de los pasajeros está pensando lo mismo que yo. Que esta mujer no puede ir sola ni al Ayuntamiento ni a ningún sitio. Que no es día para que esté en la calle. Que seguro que ya ha olvidado el autobús que tiene que coger. Que ojalá encuentre a alguien compasivo que le eche una mano, que la ayude con los papeles, que la lleve a su casa, que le haga una buena sopa caliente, que la arrope y le diga que todo va a estar bien.

Eso es todo lo que esta mujer –y nosotros todos– necesitamos en el fondo, en un día como hoy. Y casi todos los días del año.