Viernes, 13 de Diciembre 2024, 10:30h
Tiempo de lectura: 3 min
Algún día me gustaría escribir un libro que contuviese las incontables ciudades imaginarias a las que el cine ha dado forma: ciudades subterráneas o sumergidas, ciudades voladoras o invisibles, ciudades en ruinas o erizadas de rascacielos, ciudades adormecidas en el pasado o proyectadas hacia un futuro inverosímil, ciudades perdidas en el corazón de la selva, ciudades de ensueño o pesadilla, ciudades alienígenas o meramente soñadas… El repertorio es tan incontable como las arenas del desierto. El cine, a la postre, es un arte constructor de 'utopías' (o sea, de lugares que no existen), de ciudades soñadas que acaban inmiscuyéndose en nuestras vigilias.
El cine construye ciudades soñadas que acaban inmiscuyéndose en nuestras vigilias
Entre todas estas ciudades imaginadas por el cine, seguramente la más acreditada por el fervor cinéfilo sea Metrópolis, la ciudad del futuro donde discurre la famosa distopía de Fritz Lang, una de las cimas indiscutibles del cine mudo. La acción de Metrópolis (1927) se desarrolla en el año 2026 y se ambienta en una ciudad-estado de enormes proporciones, cuyos habitantes han sido divididos en dos clases sociales netamente separadas: por un lado, una élite de propietarios y dirigentes que vive en la superficie, en rascacielos superferolíticos, disfrutando de toda suerte de comodidades y entretenimientos amenos; por otro, una multitud de parias que viven en el subsuelo y trabajan a destajo, del modo más mecánico y oprobioso, para asegurar el nivel de vida de quienes habitan en la superficie. Los diseños arquitectónicos y las maquetas urbanas tienen en la película de Lang un protagonismo tan fascinante como perturbador: opresivos y sombríos en las secuencias dedicadas al mundo subterráneo donde se hacinan los obreros, monumentales y luminosos en las secuencias que se desarrollan en la superficie, donde la mezcla babélica de estilos arquitectónicos incluye desde catedrales donde se amasan el románico y el gótico hasta rascacielos donde se funden el expresionismo de Bruno Taut con el futurismo de Antonio Sant’Elia, el racionalismo de la Escuela de la Bauhaus con unos interiores donde domina el Art Decó. A esta amalgama de estilos, que tanto influiría en el cine posterior, se suma el tratamiento fílmico que Lang hace de la historia, con tensiones y contorsiones compositivas en los planos (muchos filmados en diagonal) y un uso de luces y sombras muy contrastado que nos recuerda los dibujos de ciudades imaginarias de Hugh Ferriss, que tanto contribuyeron a conformar la visión colectiva sobre el urbanismo del futuro.
Casi cuatro décadas más tarde Jean-Luc Godard nos brindará en Alphaville (1965) un modelo de ciudad imaginaria muy diverso. Realizada con muy pocos recursos, la película se ambienta en una galaxia muy lejana y en un futuro oscuro; pero está rodada en las calles de la banlieue parisina, frías e impersonales, y en edificios que a veces nos recuerdan la arquitectura de Le Corbusier, con mucho cemento pulido y omnipresencia del cristal, con larguísimos pasillos que simbolizan los pasadizos por los que deambulan los seres sin humanidad, de pensamiento e instintos controlados, propios de nuestra época (pues la película de Godard denuncia los mecanismos de control propios de la sociedad de masas). Ascensores y escaleras de caracol, pasillos inacabables, puertas giratorias y ventanas cegadas componen un siniestro espacio, lleno de trampas y falsas salidas, por el que los protagonistas deambulan como sonámbulos o autómatas, atrapados en una red de aislamiento y opresión regida por Alpha-60, un sistema de control del pensamiento tan eficaz que ha logrado erradicar los sentimientos más elementales (empezando por el propio amor) y hasta el más mínimo atisbo de imaginación de los habitantes de la ciudad. Siempre es de noche en Alphaville; siempre los intentos de huida fracasan, como si la ciudad fuese también –al igual que las escaleras de sus edificios– circular e inacabable; siempre los intentos de rebelión son escrutados y sofocados por una potente computadora (que Godard representa con un ventilador del que brota una voz en off aséptica y dominante). Alphaville es una ciudad donde las ejecuciones públicas se perpetran en una piscina, donde las palabras inquietantes o peligrosas han sido expurgadas de la Biblia, donde los botones de los hoteles han sido sustituidos por unas hermosas mujeres que ofrecen a los clientes burocráticas transacciones carnales. Y es, en fin, una ciudad donde nunca amanece.
Sospecho que las más memorables ciudades imaginarias del cine se parecen inquietantemente a las ciudades que habitamos. Tal vez por eso, a la vez que nos fascinan, nos desasosiegan y sobrecogen.
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