Jueves, 05 de Diciembre 2024, 15:11h
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Me cuentan que los zoquetes de las redes o letrinas sociales me acusan de «negacionismo» del cambio climático. La imputación de estos zoquetes me ha resultado especialmente hilarante, siendo yo un conservacionista a ultranza que ha combatido con denuedo todas las aberraciones del capitalismo; que ha defendido la distribución de la propiedad, la economía de cercanías y hasta el decrecimiento económico; y que, en fin, en su rechazo a la infestación tecnológica y consumista (y por predicar con el ejemplo), sigue usando un teléfono móvil de hace veinte años y viaja siempre en transporte público.
La imputación de estos zoquetes me ha resultado especialmente hilarante
Mis posiciones conservacionistas no responden, sin embargo, a ninguna ideología. Considero que a los seres humanos nos obliga el deber de preservar la Creación, que, al final de los tiempos, habrá de recobrar su plenitud; y me repugnan las dos tendencias ideológicas en apariencia contrarias pero íntimamente complementarias que, tras romper esa relación especialísima que une al hombre con la Creación, la convierten en un tabú intocable o, por el contrario, en un despojo del que se puede abusar. La ideología actúa siempre del mismo modo: primero hace añicos una visión comprensiva del mundo, creando graves antinomias que nublan nuestra capacidad de discernimiento moral; y, a continuación, con los añicos resultantes de la demolición, elabora construcciones sin cimientos que favorecen la demogresca.
Las ideologías rompen el vínculo profundo entre hombre y naturaleza, impidiéndonos atender la encomienda divina que hemos recibido; y entonces ante la naturaleza sólo caben dos actitudes: el expolio o la deificación. Una persona que lee el libro de la naturaleza cobra conciencia del don inapreciable que le ha sido confiado y de la encomienda que le ha sido asignada, que básicamente consiste en «guardarla y cultivarla», sacándole fruto sin esquilmarla ni destruirla. La ideología, al arrancar de las manos del hombre el libro de la naturaleza, convierte ese don inapreciable en un 'organismo ajeno' que se puede cosificar o, por el contrario, encumbrar a altares de adoración; actitudes ambas que niegan la posibilidad de un 'dominio justo'.
Durante siglos, la ideología inspiró una actuación desaprensiva ante la naturaleza: el progreso parecía justificar la explotación desenfrenada de los recursos naturales. Más tarde, la ideología inspiró un culto maniático a la naturaleza, erigida en una suerte de deidad a la que había que hacer sacrificios ímprobos, empezando por el control de natalidad, o la adopción de hábitos estrafalarios, o la sustitución de artilugios contaminantes por otros que supuestamente lo son menos (como ahora están haciendo con el automóvil). Pero bajo este culto maniático no hay sino una artimaña del capitalismo, que necesita que la gente cretinizada no deje de consumir desaforada e innecesariamente; pero que, a la vez, necesita hacer creer a esa gente cretinizada que su consumo desaforado es 'sostenible', como si los fletes multiplicados hasta el infinito por culpa del comercio electrónico no contaminasen monstruosamente, como si los campos tapizados de placas solares y molinos no estuviesen acabando con nuestros ecosistemas. La ideología siempre es el vistoso ropaje con el que se disfraza la avaricia.
Y es que, una vez que hemos dejado de leer el libro de la naturaleza, la ideología nos obliga a comulgar con antinomias insalvables. Vemos a los adoradores maniáticos de la naturaleza anunciando los efectos devastadores del cambio climático; y, a su lado, a los despreciadores maniáticos de la naturaleza, que se carcajean de tales predicciones agoreras. Y, a poco que uno escarba, descubre que unos y otros se parecen muchísimo más de lo que ellos podrían sospechar, puesto que todos ellos niegan –o no ven, ofuscados por una misma niebla confundidora– el lugar que al hombre le corresponde dentro del orden natural, que no es el de estar por encima ni por debajo de la naturaleza, sino al frente. Claro que para estar al frente hay que tener primeramente noción de la misión que nos ha sido encomendada; y esta noción de encomienda es la que falta en las artificiosas construcciones ideológicas, que niegan al comendador; esto es, a Dios.
Sólo cuando en la naturaleza se contempla el prodigioso resultado de la intervención creadora de Dios se cura esa antinomia infligida por las ideologías. Sólo entonces el hombre cobra conciencia de su responsabilidad; y así la alianza entre naturaleza y ser humano se hace plena, reflejo del amor creador de Dios. Entonces se produce un cambio efectivo de mentalidad que nos lleva a adoptar nuevos estilos de vida; todo lo demás es arar en el mar, y disfraces sucesivos de la avaricia. Y ahora llamadme «negacionista» si lo deseáis, zoquetes de mis entretelas.
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