Viernes, 20 de Septiembre 2024, 10:18h
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Los de nuestra especie hemos dejado pequeño el planeta a fuerza de querer comer. Los viajes, la emigración y la conquista están determinados por el estómago y sus exigencias. La riqueza y la religión son fuerzas poderosas para inducir al movimiento de las gentes, pero antes estuvo la pura supervivencia física. No sé si en el principio todo era oscuridad, pero desde luego todo era hambre.
Con los siglos, esta palabra se ha vuelto polisémica y jodida, porque lo mismo nos sirve para nombrar ese gusanillo que nos entra a las dos y cuarto de la tarde un domingo de verano que para referirnos a uno de los males del que todavía debemos avergonzarnos.
Las desigualdades crecen, el cambio climático afecta más al sur pobre que al norte rico y los alimentos están igual de mal repartidos que el dinero
En ese siglo XX, en el que parecía que habíamos aprendido tantísimo de los horrores de los que somos capaces, nos prometimos terminar con el hambre. Gracias a la ciencia, la misma que inventaba los gases que aniquilaron a millones, extrajimos el nitrógeno del aire y logramos fertilizar los campos como nunca antes, multiplicando la producción hasta un punto que parecía iba a ser suficiente para cercenar el hambre.
A estas alturas del XXI, según vaticinaba la FAO, deberíamos estar festejando ya su erradicación, pero no. Las desigualdades crecen, el cambio climático afecta más al sur pobre que al norte rico y los alimentos están igual de mal repartidos que el dinero. En veinticinco años seremos 2500 millones de personas más y aún no sabemos cómo vamos a poder alimentarlas a todas con un planeta con síntomas de agotamiento, sobre todo en la tierra. Los recursos provenientes del mar son probablemente los únicos capaces de ofrecer esperanza. Otra vez la madre mar. Antaño, como vía para conocer los confines del mundo y permitir a nuestra civilización extenderse; ahora, como ariete contra el hambre.
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