Y el arte se hizo ciencia El Siglo de las Luces Cómo los filósofos explicaron el progreso cuando ni la palabra 'científico' existía
Tampoco existían aún la fotografía ni el escáner. Por eso, los filósofos de la ilustración, empeñados en demostrar que la razón conducía al progreso de la humanidad, buscaron la ayuda del arte para hacerse entender. Y no les fue mal...
Jueves, 23 de Marzo 2023, 14:53h
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Hacia mediados del siglo XVIII, el salón de madame Geoffrin era uno de los más selectos y concurridos de París. A él acudían los nuevos filósofos, los artistas, los políticos, los aristócratas, todos los que eran o querían ser alguien en la República de las Letras. Las reuniones eran un éxito gracias a la tolerancia de la anfitriona, que permitía cualquier debate siempre y cuando no atentara contra el buen gusto ni contra su sensibilidad para distribuir a los invitados en función de sus veleidades.
Durante su juventud, madame Geoffrin había sido asidua de los salones literarios y había notado que los filósofos no lograban relacionarse bien con los artistas. Los primeros hablaban demasiado y los segundos se irritaban con gran facilidad. Así que, cuando tuvo su propio salón, decidió que los segundos la visitarían los lunes y los primeros los miércoles. El arte y la nueva filosofía se separaban dos días a la semana en el salón de madame Geoffrin, pero el resto del tiempo estaban condenados a entenderse en las incipientes disciplinas que exploraban los filósofos ilustrados.
La anatomía era una de esas disciplinas donde la colaboración entre artistas y científicos era fundamental para su progreso. Durante el siglo XVIII se publicaron numerosos atlas de anatomía de gran belleza, algunos especializados en órganos concretos, como el del holandés Bernhard Siegfried sobre el útero en estado de gestación. Arte y ciencia confluían en estas obras. Por un lado, el estudio de la anatomía era necesario para cualquier avance médico. Por otro, los artistas pretendían plasmar el cuerpo desnudo con la mayor exactitud posible y para ello debían conocer la estructura muscular oculta bajo la piel.
En la Ilustración muere la idea de que la enfermedad era un castigo divino por el pecado. La salud pasó a ser un bien e, incluso, un derecho
Con este objetivo, varios artistas comenzaron a realizar figuras de cera que mostraban cuerpos humanos desollados, los écorchés. Algunos médicos utilizaron esas mismas figuras para estudiar la anatomía humana y se puso de moda colocarlas en poses clásicas inspiradas en representaciones de Rafael o Rubens, lo que complicaba aún más determinar si se trataba de piezas artísticas o científicas.
La ciencia en la Ilustración estaba lejos de poseer el estatus social del que disfruta hoy en día. El gran botánico sueco Carlos Linneo se lamentaba del desprecio con el que se valoraba «a los filósofos que tienen curiosidad por la naturaleza». «Siempre me preguntan —decía—, y a menudo con sonrisas burlonas, ¿de qué sirve hacer eso? Esas personas creen que la filosofía natural es sólo una satisfacción de la curiosidad, una mera diversión para pasar el tiempo de la gente perezosa e irreflexiva».
Sin embargo, al final de la Ilustración, el reconocimiento social de la ciencia, y especialmente de la medicina, había avanzado considerablemente, así como su presencia pública. Se habían fundado numerosas instituciones científicas, la mayoría bajo la protección de la realeza. Las academias de Londres, París, San Petersburgo o Berlín favorecían la comunicación de las ideas y organizaban proyectos de investigación conjuntos en el campo de la meteorología o la astronomía, que dependían de la movilización de los observadores. Al mismo tiempo, los diarios científicos, a menudo publicados por las propias academias, difundían los descubrimientos internacionalmente. La ciencia se convirtió, así, en una actividad cosmopolita. Y también en una actividad orientada a lo público.
Pero si había un campo en el que el interés público de la ciencia ilustrada se mostraba con mayor claridad era en la medicina. El cuidado de los enfermos había dejado ya de ser responsabilidad de la Iglesia, y se construían enormes hospitales con dinero público. En esta época se empezó a definir el concepto moderno de salud. La idea de que la enfermedad era un castigo divino por el pecado y la salud un don de Dios se vio reemplazada por la noción de que el individuo era en última instancia el responsable de sí mismo. La salud se convirtió en un bien, incluso en un derecho por el que esforzarse.
Especialmente entre las clases medias europeas, se extendieron los regímenes de salud individualizados basados en la idea de «los seis géneros de cosas no naturales» del médico griego Galeno. Los seis géneros eran unos factores externos al hombre que influían en su bienestar físico: aire, comida-bebida, movimiento, reposo, sueño-vigilia, evacuación y retención. Los manuales terapéuticos hacían hincapié en la idea de salud como un producto del control sobre estos factores no naturales.
Las expediciones botánicas y cartográficas encontraron en el arte un aliado; los reyes 'invirtieron' en la elaboración de singulares mapas
Con todo, el personaje que más influyó en la percepción de la ciencia en Europa fue Isaac Newton. Durante el siglo XVIII, y a lo largo de toda su vida, Newton fue un auténtico héroe de la cultura para sus contemporáneos. A pesar de la dificultad de comprensión que planteaban sus obras al gran público, sus aportaciones en cosmología, óptica o matemáticas tuvieron una enorme difusión. Fueron numerosos los libros en los que se comentaban sus obras o se simplificaban para hacerlas más asequibles. Se realizaron ediciones hasta para niños, como la de un tal Tom Telescope, titulada El sistema de filosofía Newton adaptado a las capacidades de los jóvenes caballeros, o la de Francesco Algarotti, Newtonianismo para damas, que formaba parte de una colección de versiones simplificadas de diálogos de ciencia para mujeres.
Los nuevos descubrimientos atrajeron la curiosidad de un público que nunca antes se había interesado por la física. Esta curiosidad halló su expresión en el arte, como muestran las pinturas de Wright of Derby o John Zoffany.
La curiosidad en la Ilustración no tenía límites y, mucho menos, fronteras. Las expediciones botánicas y cartográficas tuvieron un papel determinante en la expansión de las ideas ilustradas. Y también en ambas disciplinas el arte estuvo al servicio del avance científico. Luis XIV de Francia financió una expedición para cartografiar todo el reino. Durante casi cien años, una sola familia de astrónomos y cartógrafos del Observatorio de París se dedicó a la elaboración de los más singulares mapas.
Cuando no era la realeza la que financiaba las expediciones, las organizaban las academias. Así lo hizo la Real Sociedad de Londres en el caso de James Cook, el famoso navegante que alcanzó la costa este de Australia, cartografiando las miles de millas marinas que surcaba.
El terremoto que destruyó Lisboa en 1755 cuestionó la capacidad de la razón para conocer la naturaleza y fue un duro golpe para los ilustrados
En las expediciones se descubrían nuevas especies vegetales y animales. Los jardines botánicos y los zoológicos fueron llenándose y transformando su labor. En París, el Jardin des Plantes se convirtió en el centro de los estudios científicos franceses; de todos los rincones explorados se traían especímenes para cultivarlos allí.
Los nuevos horizontes alimentaban el optimismo y la confianza en la razón para conocer y entender el mundo, ese mundo que el filósofo Leibniz había bautizado como el mejor de los posibles.
Sin embargo, un acontecimiento inesperado conmocionó a esa Europa ilustrada. El 1 de noviembre de 1755, a las 9.20 horas, se produjo el terremoto más destructivo de la historia. En Lisboa perdieron la vida más de 60.000 personas. Después del seísmo, la ciudad sufrió un maremoto y, finalmente, un incendio colosal, que destruyó casi en su totalidad la capital portuguesa. La catástrofe levantó la sospecha sobre la capacidad de la razón para conocer la naturaleza y a Dios. La Ilustración disminuía su luz y se llenaba de fantasmas, pero, al mismo tiempo, comenzaba una nueva disciplina científica: la sismología.
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