El romanticismo a prueba
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El romanticismo a prueba
Jueves, 05 de Diciembre 2024, 11:33h
Tiempo de lectura: 7 min
Cuando Bruce Johnson, arrodillado, le ofreció a su novia Caroline Settino un anillo de compromiso de Tiffany por valor de 70.000 dólares, el futuro parecía brillante. Era el año 2017 y lo que comenzara como un cuento de hadas entre esta pareja de Massachusetts terminaría en separación antes de la boda y un agrio enfrentamiento judicial. ¿Quién tenía derecho a quedarse con la joya si no se había celebrado el matrimonio?
Ahora, tras una sentencia histórica del Tribunal Supremo de Massachusetts, la respuesta parece más clara o, al menos, marca las bases para la unanimidad en el debate: el anillo debe regresar al comprador si la boda no se celebra. Y esto, independientemente de quién haya decidido acabar con el compromiso ni el contexto que ha provocado la ruptura. «La culpa ya no importa», determinó el tribunal en su fallo.
Durante 65 años, este estado tenía una norma bastante definida en cuanto a la polémica del anillo. Cuando unos prometidos rompían el compromiso, la persona que lo había regalado perdía el derecho a recuperarlo. Pero, tras una nueva interpretación, han revertido este criterio y, ahora, el anillo de compromiso ha pasado a ser un regalo condicional. Solo se completa si se celebra el matrimonio.
Una victoria para Johnson que se escudaba en una supuesta crisis entre su prometida, con discusiones insostenibles que se alejaban mucho del ideal de un matrimonio sólido y estructurado. El abogado de la parte contraria se oponía a la decisión del tribunal, calificándola de errónea. «Cuando entregas un anillo, estás transfiriendo la propiedad. No tiene sentido decir que la propiedad no se completa hasta que haya una ceremonia de matrimonio», explicaba a The Washington Post.
No todos los estados del país, sin embargo, comparten las deciciones de Massachusetts. En Montana, por ejemplo, el anillo es un regalo incondicional, lo que implica que pertenece a quien lo recibe, incluso cuando el compromiso se rompe. Sea como fuere, el caso Johnson-Settino ha sentado un importante precedente judicial y pone de nuevo de relieve la carga simbólica que el anillo de compromiso lleva consigo.
Desde la Antigüedad, este objeto ha sido mucho más que una joya. En la Antigua Roma, donde ya se conservan evidencias de esta tradición, las novias recibían anillos de oro, plata o hierro, materiales con los que querían simbolizar la fuerza y permanencia de los matrimonios. Solían recibirlo la novia y también el padre. Y, si eran pudientes, la novia recibía dos aros: uno de oro para lucir en público y otro de hierro, que utilizaba en casa, marcando roles y jerarquías dentro del matrimonio.
Además, en Roma se estableció la norma de que el anillo debía llevarse en un dedo en concreto, que recibe precisamente el nombre de anular, porque según se creía es por el que pasa la 'vena amoris', que va directa al corazón. La vena en cuestión no existe, pero quedó para los siglos la tradición... que luego se fue afinando. En la Inglaterra de 1549 Eduardo VI decretó que debía ser el dedo anular de la mano izquierda y en 1615, la Iglesia Romana ratificó esa mano como la oficial para el matrimonio.
El uso de anillos de diamantes como compromiso lo popularizó Maximiliano I, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, en 1477, al regalarle uno a su esposa la duquesa María de Borgoña. El príncipe Alberto siguió su ejemplo al sellar su compromiso con la reina Victoria, en 1839, con el célebre 'anillo de serpiente' (un reptil que se muerde la cola, símbolo del círculo irrompible del amor, engastado con detalles de esmeralda, rubí y diamantes), un auténtico icono en la historia de la joyería británica.
Más tarde, durante la Gran Depresión, los anillos de compromiso pasaron de moda hasta que el publicista France Gerety lanzó las campañas con el famoso eslogan A diamond is forever, para la emblemática firma De Beers. Así fue como los anillos de diamantes se convirtieron en el estándar cultural de riqueza en Occidente, apoyado en mensajes tan contundentes como el que Marilyn Monroe lanzó con su inimitable Diamonds are a girl's best friend.
Es una de las más fastuosas pedidas de la historia del cine. Andrew (Patrick Dempsey) lleva a su prometida (Reese Witherspoon) a un local por la puerta de atrás. Están a oscuras pero, cuando se encienden las luces, resulta que están en la famosa tienda de Tiffany & Co. en la Quinta Avenida de Manhattan. Están los dos solos con los empleados. Andrew le pide, entonces, matrimonio; ella, confusa ante toda la situación, le pregunta si está seguro de lo que hace y él replica: «A riesgo de que me rechaces dos veces, te lo preguntaré de nuevo». Emily sonríe de oreja a oreja y, finalmente, dice: «Sí, sí, sí». Ambos se abrazan, giran juntos (ella alzada por su prometido) y, al devolverla al suelo, mientras los dependientes sonríen y colocan sobre los mostradores lujosos anillos, Andrew remata el diálogo con un desprendido: «Elige el que quieras». Sucederán muchas cosas hasta el definitivo The End, pero, por primera vez desde Desayuno con diamantes (1961), Tiffany permitió que se filmara dentro de su célebre tienda en Nueva York, lo que le dio un toque de opulenta exclusividad al momento.
Isabel (Julia Roberts) está domida cuando Luke (Ed Harris) la despierta con un dulce beso mañanero. «Tengo algo para ti, pero tienes que despertar para que te lo dé», dice él. Isabel se incorpora y Luke le entrega una caja de las que suelen llevar dentro un anillo de compromiso. Lo abre y, sorprendida, ve que en vez de una joya hay un carrete de hilo. El monólogo de Luke justificando su extravagancia es uno de los más celebrados en el universo del Hollywood romántico. El hilo, resumiendo, es un símbolo de su amor verdadero, de su compromiso, de la voluntad de estar juntos... Pero, descuiden, hay anillo. Atado el hilo al dedo de Isabel, Luke introduce la joya desde la otra punta del sedal y el anillo en cuestión se desliza hasta encajarse en el dedo de ella. Es entonces cuando la escena culmina con la pregunta ineludible: «¿Quieres casarte conmigo?». Imposible decirle que no...
Solo el 5 por ciento de las mujeres en parejas heterosexuales dan el paso de pedir matrimonio. Es lo que ocurre en esta comedia romántica de 2009, en la que Margaret (Sandra Bullock), una despótica ejecutiva editorial canadiense, chantajea a su asistente Andrew (Ryan Reynolds) para que se case con él y evitar así ser deportada a su país. Para la historia de las pedidas matrimoniales ha quedado la escena, al final del primer acto, en la que Reynolds acepta la idea de su jefa bajo ciertas condiciones. La primera, que Bullock se arrodille en plena calle y (sin anillo) le pida formalmente en matrimonio allí mismo. Y eso hace ella. Hora y media después, para sorpresa de nadie, es Andrew quien, sin arrodillarse, sin anillo y en presencia de todos sus compañeros de oficina, le pide a ella en matrimonio.
No es precisamente una comedia, pero la versión de 2018 de Ha nacido una estrella (su tercera adaptación cinematográfica), incluye una de las pedidas más originales de los últimos tiempos. Jack (Bradley Cooper), una estrella del country rock presa de las adicciones, le pide matrimonio a Ally (Lady Gaga), una cantante que él descubrió y de la que se ha enamorado. La proposición, sin joya anular de por medio, es espontánea. Surge, en realidad, como un intento desesperado de Jack por retener a su amada, a la que decepciona una y otra vez (con sus sucesivas reconciliaciones) durante toda la película. En una decisión improvisada, Jack fabrica un anillo con una cuerda de guitarra y unos alicates, toma la mano de Ally por sorpresa y le introduce la arandela en el dedo. Ally no se lo acaba de creer, pero lo acepta. El impulsivo Jack se entusiasma tanto que le pide casarse esa misma tarde. Será apenas un espejismo de efímera felicidad en la azarosa trayectoria vital de los protagonistas.
Aparece en todas las listas de las películas más románticas de la historia, pero en ningún momento de la cinta se nos muestra el momento en que Noah Calhoun (Ryan Gosling, de joven; James Garner, de mayor) le pide en matrimonio a Allie Hamilton (Rachel McAdams y Gena Rowlands, madre, por cierto, del director). Hay, sin embargo, una pedida de mano. La que le hace a Allie el adinerado Lon Hammond, Jr. (James Marsden), el hombre con el que ella pensaba rehacer su vida tras la desaparición del gran amor de su vida. Ahora bien, lejos de mostrarnos un momento romántico, la escena, marcada por un pedrusco de brillantes que quita el hipo y un acertado diálogo que revela la superficialidad del pretendiente, contrasta las diferencias entre el frívolo Hammond, Jr. y el amor del apasionado Noah. Y al final, como es de recibo en Hollywood, triunfa el amor...