Muxía se convirtió hace 20 años en el símbolo de aquel desastre ecológico, que dio lugar a la lección de humanidad de los voluntarios y supuso un punto de inflexión para este pueblo de la Costa da Morte
Carlos Benito
Domingo, 13 de noviembre 2022, 00:21
La Costa da Morte se llama así por algo. Ese mar bravo y sobrecogedor, el mismo que ha brindado alimento desde siempre a sus habitantes, es un animal sin domesticar que de vez en cuando asesta zarpazos letales: la historia de esta comarca gallega se puede escribir como una larga lista de naufragios, tanto los que se incorporaron por su magnitud a las crónicas de los accidentes náuticos como los más pequeños, los que mutilaron familias y siguen ahí, atrapados en la red de la memoria de los marineros viejos. Pero lo más peculiar de esta costa salvaje y aislada es que esa muerte que administra el océano tiene a veces un trasfondo de nueva vida, como una rara compensación por tanta dureza. El oleaje trae mercancías de los barcos que ha hecho zozobrar, o las arrebata de la cubierta de los mercantes en tránsito: aquí todavía se recuerdan, por ejemplo, aquellos espléndidos chaquetones de cuero que el Atlántico robó a un carguero ruso, o el gas alemán que se vendió en el estraperlo, o las cajas-sorpresa de los contenedores chinos que arribaron repletos de impresoras o latas de sopa. El 'Prestige' no, el 'Prestige' solo vomitó porquería, pero, por chocante que pueda parecer, también aquel desastre ecológico acabó teniendo algo de renacimiento para localidades como Muxía.
El núcleo principal de Muxía se asienta sobre una estrecha península que se adentra en el océano, como si el pueblo nunca hubiese llegado a decidir si pertenece más al mar o a la tierra. En la punta, encarando los embates del oleaje, se alzan el faro y el santuario de Nuestra Señora de la Barca, uno de los epílogos tradicionales del Camino de Santiago. Hace ahora veinte años, Muxía se convirtió en la 'zona cero' y el símbolo de la crisis del 'Prestige', y los vecinos aún hablan de ello como si hubiese ocurrido anteayer, citando fechas que son hitos en su biografía igual que el día de la boda o del nacimiento de los hijos. La primera es el 13 de noviembre de 2002, cuando el petrolero monocasco con bandera de Bahamas, cargado con 77.000 toneladas de fuel, lanzó un mensaje de auxilio: en mitad de un violento temporal, su viejo casco se había abierto como hendido por un abrelatas. Pero aquí, en Muxía, la fecha más relevante es la siguiente, el 14, el día que se desayunaron con el 'Prestige' columpiándose sobre las olas justo delante de sus ventanas.
«Me llamaron muy temprano, y cuando te llaman a esas horas nunca es para darte una buena noticia», recuerda el alcalde de entonces, Alberto Blanco, del PP. Veinte años después, su relato está condicionado por el debate que marcó aquella crisis: las autoridades decidieron remolcar el petrolero lejos de la costa, en vez de brindarle refugio en un puerto o una ría, pero aquella apuesta salió de la peor manera y maximizó los daños. «Teníamos el barco a milla y media. Yo fui rápidamente al santuario: allí nos fuimos reuniendo políticos de distintos colores y todos estábamos de acuerdo en alejar el barco. Cuando los remolcadores se lo llevaron, todos respiramos con alivio, porque se iba el peligro», puntualiza el exalcalde, que en lo personal recuerda «un periodo de pasarlo muy mal, con muchas noches sin descansar».
Las siguientes jornadas pueden parecer muy distintas según la fuente que empleemos para reconstruirlas: en las hemerotecas, los políticos tranquilizan a la sociedad y reconocen, como mucho, algunas manchas aisladas de fuel, insignificantes motas en la inmensidad del Atlántico; en cambio, los vecinos de Muxía empezaron a recibir aves embadurnadas de una brea pringosa, como mensajeras de un aciago porvenir, y contemplaron impotentes cómo sus coídos, los pequeños entrantes de mar que recortan su costa, se anegaban de combustible. Para el día 19, cuando el 'Prestige' se partió en dos y se fue al fondo, Muxía y su entorno ya se hallaban en plena marea negra. El panorama desde Nuestra Señora de la Barca se convirtió en una visión dolorosa: se veía el litoral ribeteado de fuel, como una tarjeta de pésame, pero también las irisaciones que, mar adentro, delataban que el vertido no se parecía nada a lo que describía el Gobierno. Había chapapote de sobra para que todos nos acabásemos acostumbrando a esa palabra, tan nueva para la mayoría.
«Si no fui el primero, yo sería el segundo que bajó a limpiar chapapote. Me avisó mi padre de que había fuel en el coído, me puse la ropa de agua y empecé a recoger», explica el percebeiro Víctor Manuel Haz. Sepultados bajo la masa viscosa habían quedado los mejores racimos de percebes, aquellos tesoros que se reservaban para la campaña de Navidad. «Lo primero que pensé fue que a ver de qué íbamos a vivir. Al final tuvimos la suerte de que aquel invierno fue muy malo y dejó el chapapote alto: en la Costa da Morte, el mar echa muy arriba lo que no quiere, es una batiente muy fuerte. En los coídos murió todo, pero en las zonas más bravas funcionó como una veda y se regeneró». Los 1.500 habitantes del núcleo principal de Muxía pueden contar otras tantas historias personales del 'Prestige': «Yo había vuelto al mar después de años en Madrid, pero tuve que marcharme otra vez porque se paró todo. Pescábamos merluza y el último día que trabajamos llegamos todos llenos de chapapote, ¡hasta salió la foto en 'La Voz de Galicia'! La gente que quedó aquí ganó dinero, porque te indemnizaban y te pagaban por limpiar, pero yo me fui a trabajar en una obra en Barajas: me acuerdo de que llevé un póster de Nunca Máis y el jefe me lo hizo quitar», se ríe Carlos Búa, que tiene muy claro que el 'Prestige' supuso un punto de inflexión para su pueblo: «Antes nadie conocía Muxía».
Una explosión nuclear
¿Por qué Muxía? Los demás pueblos de la Costa da Morte acabaron igualmente bañados en fuel, pero Muxía ha quedado como emblema de todo aquello, y eso se debe a que también fue la zona cero de la otra marea, la blanca, la avalancha de voluntarios que acudieron a retirar chapapote. Los responsables fueron el periodista alemán Joachim Rienhardt y el secretario y gerente de la cofradía de pescadores de Muxía, Nacho Castro. El primero, que había cubierto varias mareas negras, explicó al segundo que ningún país está preparado para asumir una catástrofe medioambiental de ese alcance. Y Nacho, el hombre al que todos remiten en Muxía para hablar del 'Prestige', no perdió el tiempo: «El 15 de noviembre me hice con un directorio de universidades y mandé correos masivos. El 23 ya tenía los primeros voluntarios, y a partir de ahí fue una reacción en cadena automantenida, como una explosión nuclear», compara Castro, que es físico. Aquellos voluntarios pioneros de Alcalá de Henares abrieron camino a miles de personas que se aventuraron hasta este confín, dispuestas a emprender un combate de resonancias mitológicas contra el chapapote: retiraban una palada de engrudo y el mar se apresuraba a depositar cinco. Se suele decir que pasaron por Muxía 60.000 personas, pero otros cálculos no dudan en sumar cien mil más.
«Esto es como la vida, una balanza entre lo bueno y lo malo, pero veinte años después te queda la gente, los chavales que vinieron hasta de Australia. Llegamos a tener 1.700 en un día, ¡exportábamos voluntarios!», se asombra todavía hoy Nacho, que cita a los lituanos que venían a la vendimia y se desviaron para cosechar racimos de chapapote, a los riojanos que estuvieron viniendo todos los fines de semana durante medio año, a los onubenses que se trajeron su propio tractor... Se les alojó en el polideportivo y se organizaron turnos de comidas en la lonja, recién inaugurada: «Teníamos cuatro cocinas, una de ellas para vegetarianos, y funcionábamos con donaciones. La parte negativa de todo aquello fue el abandono por parte de quienes tenían las responsabilidades: todavía sigo preguntándome cómo no hay nadie sentado en el Tribunal Penal Internacional».
- En lo personal, ¿cómo lo vivió?
- Estuve nueve meses sin salir de esta lonja. Dormía aquí, comía aquí. Ni siquiera iba a ver a mi madre, que vive a cincuenta metros.
En la Costa da Morte, una comarca poco acostumbrada a la solidaridad ajena, los voluntarios se han convertido en figuras sagradas. Manuel Carrera, a quien otros pescadores veteranos se refieren como un «lobo de mar» capaz de leer el horizonte y las rocas, los acogía en su casa, una de las más cercanas al santuario: «Les hacíamos ollas de caldo gallego. Los voluntarios fueron lo mejor que podía pasar». Manuel desliza la mirada por el puerto pero, en realidad, está volviendo la vista atrás, hacia aquella época extraña. «Yo fui el primero que le puso un niño en brazos al rey cuando vino», sonríe, para después adoptar un tono grave: «Muxía es un paraíso olvidado de todo el mundo menos de la mano de Dios. Yo lloré mucho con el 'Prestige', todo el mundo lloraba. Creímos que aquello iba a ser la ruina del pueblo. Menos mal que pronto pagaron a los pescadores, porque en el 'Mar Egeo' se murió la gente sin cobrar un patacón. ¡Evitar el hambre es lo primero!».
Máquinas de condones
En Muxía hay tres lugares que invitan a recordar. El primero es 'A ferida' (la herida), el monumento en homenaje a los voluntarios. Ante él se retratan peregrinos jacobeos que, en su mayoría, no tienen ni idea de lo que fue el 'Prestige', aunque hay excepciones como el italiano Thiago Urbani: «Aquí se siente la energía, la tristeza de aquello, que fue como un pecado, pero también la fuerza de la gente que vino a trabajar», diserta el joven, en un castellano que asegura haber aprendido durante la peregrinación. El segundo punto significativo es el Museo Voluntarios del Prestige, un recinto de paredes negras donde se reúnen fotos inolvidables (el casco quebrado, la masiva manifestación de Nunca Máis en Santiago, una cadena de niños escribiendo 'Vida' en la playa de Traba...) y también piedras, buzos y guantes rebozados en chapapote.
Pero es el tercer rincón el que más asombra al forastero: en Muxía existe un Mesón O Prestige, un bar acogedor con paredes de piedra que sirve raciones de raxo y zorza y está presidido por un cartel de naufragios 'clásicos' de la Costa da Morte. «Los gallegos somos muy de desastres. Aquí, cuando ocurre una catástrofe, se la ponemos de nombre a las cosas: también hay un bar Prestige en Fisterra y otro en Coruña. Pero estoy hasta la coronilla de este tema», suspira la hostelera, María Pérez, que arrendó el bar ya con este nombre hace quince años y ha acabado harta de ser 'María la del Prestige'. En una mesa toma el café con unos amigos José Carrera, que trabaja en Protección Civil y anduvo con los voluntarios: con Luis, de Nájera (La Rioja), que después venía todos los años a la fiesta de la Virgen de la Barca, o con José María, de Don Benito (Badajoz), que convirtió Muxía en el destino de las vacaciones familiares, o con la peña de Los Barrios (Cádiz) que regresó tiempo después para echar una mano con los incendios. Pronto los parroquianos del mesón están en plena tertulia.
- Cuando los voluntarios, había más gente aquí que en una ciudad grande. ¡Y qué ambiente!
- En la farmacia pusieron dos máquinas de condones, una en la calle de delante y otra en la de detrás, y ahora no hay ninguna.
- Para algunos el 'Prestige' fue el premio gordo. Los pisos han pasado de seis a veinte millones de pesetas.
- ¡Es que esto se ha vuelto un Benidorm pequeño!
Ciertamente, la Muxía de hoy parece otra. Aquel pueblo reconcentrado en sí mismo, con una economía basada en la pesca y en industrias tradicionales como el secado de congrios, está dominado hoy por los apartamentos turísticos, los hoteles y los albergues. Y, por supuesto, por el parador, una promesa de entonces que no se materializó hasta 2020 y que responde sin decepciones a su eslogan, 'un balcón al fin del mundo'. Estos días, aunque ya ha concluido la temporada alta, por Muxía pasean taiwaneses, alemanes, coreanos, estadounidenses... En esta popularidad han influido muchos factores, pero todo el mundo se muestra de acuerdo en que el 'Prestige' fue el momento del cambio de rumbo: con el impulso de las indemnizaciones y las inversiones (la tercera marea, la verde), Muxía dejó de mirar exclusivamente al mar y reparó en todos aquellos visitantes que le estaban llegando por tierra, un caladero poco explotado.
«Se dinamizó esta zona y se empezó a atraer turismo», resume Alberto Blanco, el exalcalde. Y Nacho Castro, el de la cofradía, aporta la puntualización reivindicativa: «Yo veo cemento por todas partes. La solución cortoplacista de los políticos siempre es el turismo». En el local de la Asociación de Palilleiras, Pilar Barrientos y María José Toba están absortas en el encaje de bolillos típico de esta zona. Como tienen la tele averiada, dan palique al visitante: «Muxía se puso todo negro, las piedras y las calles. Los voluntarios fueron lo bonito dentro de lo malo y acabaron dando vida al pueblo. Ahora vendemos mucho más que antes: nos compran catalanes, italianos, mexicanos...», van ampliando el foco.
Sergio Sambad abrió en 2012 su hotel, A de Loló. «Y me llamaban loco. Hoy se han invertido más de 15 millones de euros en la hostelería de Muxía y tenemos tres mil plazas de alojamiento, cuatro mil si cuentas las casas rurales del concello. El 'Prestige' fue el detonante, el anuncio de la construcción del parador fue ya la bomba y los locos rompimos el hielo». Su caso sirve como resumen de la trayectoria reciente del pueblo: a los de su familia los llaman Los Pilotos, porque ya en el siglo XVIII sus pataches transportaban salazones y encajes a Vigo y Gijón, pero Sergio parece inmune a la nostalgia: «Desde que abrimos, estamos al cien por cien. El 'Prestige' nos puso en el mapa: en la información del tiempo de TVE dejó de salir Fisterra y empezó a salir Muxía».
Man, la única 'víctima mortal'
Los gallegos suelen referirse a Manfred Gnädinger como la única víctima mortal de la marea negra del 'Prestige'. Este alemán, a quien todos llamaban simplemente Man, llegó al pueblecito de Camelle a principios de los 60 y se quedó para siempre allí, viviendo como un ermitaño y construyendo pequeñas esculturas con piedras y con todo aquello que le iba trayendo el mar. Hasta que, en noviembre de 2002, el mar le trajo fuel. Man falleció un mes más tarde, el 28 de diciembre: dicen que se dejó morir, desolado al contemplar la destrucción que había provocado el petrolero.
El jardín de esculturas de Man quedó sepultado por una gruesa capa de chapapote, espeso y brillante como tinta de calamar. Fue uno de los primeros rincones afectados por el vertido, y también uno de los primeros sometidos a una limpieza profesional: el 19 de noviembre, el mismo día que se hundió el 'Prestige', ya se afanaba allí un equipo de la empresa británica Oil Spill Response, que estimaba en 150 toneladas la cantidad de fuel acumulado en el lugar. Aquel día Man, abrumado por lo ocurrido, ni siquiera se dejó ver.
Man cuenta con un museo dedicado a su obra desde 2015, pero el jardín de esculturas, pese a estar muy deteriorado por los años y los temporales, sigue atrayendo a los visitantes. Son personas como José Manuel Espiño, que viene de Gran Canaria y tuvo ocasión de conocer al 'Alemán de Camelle' en 1999: «Era un hombre singular e impresionante -lo recuerda-. Tenía una comunión increíble con la naturaleza y el mar y aquella sensibilidad suya no pudo soportar lo que había sucedido con el 'Prestige'».
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