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Un mes libre.El mes pasado, una jueza dictó una orden de alejamiento contra el marido de Alba (nombre ficticio) que terminaba con tres años de violencia machista. JUAN CARLOS TUERO
«Lo he perdido absolutamente todo»

«Lo he perdido absolutamente todo»

Alba cuenta su infierno de malos tratos. En vísperas del 25-N, el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra las Mujeres, narra lo vivido «por si puede ayudar a alguien» y denuncia que «falta empatía por parte de la sociedad y de las administraciones»

AZAHARA VILLACORTA

Domingo, 21 de noviembre 2021, 00:53

Toda la vida de Alba (nombre ficticio) está metida en tres cajas de cartón: «Una con ropa, otra con zapatos y la tercera con libros». Lo único que pudo recuperar el mes pasado, cuando la Guardia Civil la acompañó al piso que compartió con su marido, del que salió huyendo después de que él le reventase la nariz de un puñetazo «como se explota un globo de agua».

«Cuando llegué, había cortado la mitad de mi ropa con una tijera; mis suegros, que estaban allí, también estuvieron muy desagradables... Fue un auténtico trago. Lo único que pude recoger fueron esas tres cajas después de todo lo que me destrozó: el libro de familia, los papeles del coche, dos ventanillas, seis o siete móviles, la tablet... Eso es lo que me queda de toda una vida. Lo he perdido absolutamente todo», cuenta con los ojos llenos de «rabia, muchísima rabia», y determinación esta mujer a la que la barbarie machista le ha dejado «un tímpano perforado y el tabique nasal roto», además de «secuelas psicológicas tremendas», pero que se siente «fuerte» para poder empezar a reconstruirse desde cero. «No tengo miedo. Nunca lo he tenido. Ninguno. Temo más por lo que sufran mi familia y mis amigos».

De esa pasta está hecha Alba, con una hija en la veintena de una relación anterior y que accede a relatar el infierno sufrido durante los últimos tres años en vísperas del 25-N, Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra las Mujeres, con un único objetivo: «Por si puede servirle a alguien». Porque, si algo ha entendido en estos meses de calvario, es cómo opera la violencia de género y «que cualquiera podemos sufrirla». Incluso ella, que siempre se consideró «una persona muy independiente»: «Salí de casa de mis padres con dieciocho años para ir a la Universidad y nunca me mantuvo nadie. Siempre he trabajado, toda la vida, durante veinte años... Hasta que, hace tres, me enamoré de esta persona, con la que ya había tenido una historia en la adolescencia, y él empezó a recortarme las libertades con órdenes como borrar a los chicos de la agenda o como que no podía tener amigos ni amigas ni trabajar, porque se ponía celoso de cualquiera. Eran unas señales luminosas que decían: 'Vete de aquí. Ya'. Pero creo que, en aquel momento, estaba realmente enamorada y pasé por alto cosas que no debería haber pasado».

Es «el primer paso del control que el maltratador ejerce sobre ti», explica Alba: «Te aísla de todo tu círculo de amigos, de tu familia, de todo el mundo. Va tejiendo una tela de araña que te atrapa. Te deja totalmente sola, porque también te prohíbe contar las cosas que pasan dentro de la relación diciéndote que son cosas de pareja y que no le importan a nadie. Es gente tan fría que, además, te crea incluso culpa. Tanta, que hasta tú misma llegas a pensar: 'A lo mejor, si no le hubiese dicho esto...'. Te vas convenciendo de que la culpa de todo es tuya».

Y todo eso, entremezclado con episodios de «celos irracionales»: «Por ejemplo, me preguntaba detalles de mi vida anterior que no venían a cuento: '¿Cuantas parejas sexuales has tenido, las conozco yo...?'. Y empezó también a montarme espectáculos en la calle echándome en cara cosas como 'Has mirado dos veces a esa persona'. Y vas pasándolo porque piensas que hay amor y que lo vais a superar, pero no se supera. Te engañas a ti misma, pero, en realidad, eso nunca sale bien. Y, más tarde, te empieza a echar todas las responsabilidades encima, acabas haciéndolo todo... Eres prácticamente una esclava y nada de lo que haces está bien para él. No lavas bien, no friegas bien los platos... A mí me rompió una vajilla entera porque decía que no esterilizaba bien las cosas y que por eso él tenía dolor de estómago».

Hasta que un día llega el primer golpe. «Discutimos por mi hija. No estaba de acuerdo con que ella estuviese en la cuenta bancaria conmigo. Quería estar él y, esa vez, me empujó contra la pared y me dejó la cabeza llena de moretones. Yo cogí lo primero que encontré a mano, le abrí un brazo con un destornillador y acabamos los dos en comisaría. Dormí una noche en un calabozo, con frío y una manta que corría sola de los bichos que tenía, devastada, por agresión mutua, cuando yo solo estaba protegiendo mi vida. Nunca había estado en un calabozo y fue terrible que me ficharan mientras pensaba: 'Si yo no he hecho nada más que defender mi integridad'. Esa fue la primera vez, pero perdonas porque, después, es la persona más amable del mundo, llora, te dice que te quiere... Y tú claudicas aunque en tu fuero interno sepas que no debes hacerlo. Pero lo haces. Vuelves. Te convences de que fue algo aislado. Y piensas que, si ya has pasado por todo eso, al menos que valga para algo. Quieres sentir que no has desperdiciado todo el tiempo que has estado con él. Luchas por un imposible».

Las siguientes agresiones fueron «tirones de pelo, cosas que no te dejaban marca...». Hasta que llegó la pandemia y el confinamiento, «el escenario ideal para cualquier maltratador, la ocasión perfecta para pisarte y rematarte. Después de lo que ya te ha aislado previamente, te ves en una casa con una persona que es tan sumamente controladora y absorbente a la hora de someterte que no tienes para dónde tirar. No hay escapatoria».

Una pesadilla que «vino a agravar todavía más las cosas» y que desembocó en lo que Alba llama «el principio del fin»: «Un día, me abrió la cabeza y mi suegro me llevó con el cráneo a la vista al hospital, donde me tuvieron que poner puntos internos y externos, pero consiguieron que la cosa quedase en nada. Pero ahí es cuando me empiezo a plantear: 'Si me da un mal golpe, me deja en el sitio'. A pensar que iba a acabar en una caja de pino. Ya empiezas a ver lo que es capaz de hacerte. Ese fue el detonante que me hizo buscar vías de escape. No llamé a nadie. Me lo comí yo sola. Más sola que la una. Estuve luchando conmigo misma: con la pulsión de sobrevivir y los sentimientos que tenía hacia él enfrentados. Porque, en un momento dado, eso que sientes deja de ser amor y pasa a ser una dependencia tóxica. Empieza una lucha dentro de ti. Te miras y piensas: '¿Por qué estoy permitiendo esto?'. Pero es difícil porque ya estás tan implicada que no sabes cómo salir, y mucho menos, sola. Porque yo no quería implicar a nadie. No quería contarle a nadie la situación a la que había llegado porque me avergonzaba de mí misma. De haber permitido que él llegara a esos extremos».

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Hubo todavía otro ataque brutal: «El día que decidí poner tierra de por medio fue cuando descubrió que su hija, que empezaba a ser adolescente, me confiaba secretos que no le contaba a él. Se ofendió, me llamó de todo, discutimos. Yo iba conduciendo y me dio un puñetazo, un revés, y me rompió la nariz. Me explotó la nariz. Fue como cuando explotas un globo de agua. Estaba todo el coche lleno de sangre, toda mi ropa llena de sangre, yo llena de sangre... Y, así y todo, me decía: 'Límpiate, que te va a ver la gente y van a pensar que te he pegado'. En el momento en el que conseguí que pusiera un pie fuera del coche, arranqué. Dejé el coche en casa, porque nos los había prestado un amigo suyo, cogí un autobús con la nariz rota y llena de sangre y atravesé media ciudad, hasta la Policía Nacional. Allí me dijeron que tenía que pasar primero por el médico, que tenía que evaluar mis heridas. En el hospital estuve siete horas para que me dijeran que tenía una fractura nasal e iniciaran los trámites de la denuncia. Y, después de siete horas allí sola, los policías nacionales, que fueron muy amables, me preguntaron: '¿Qué quieres hacer ahora? Tienes la opción de irte con alguien o a la Casa Malva'. Entonces fue cuando decidí pedir ayuda y llamé a mi madre. Los policías me llevaron hasta su casa. Me presenté allí con la nariz reventada a medianoche. Imagínate el trauma para ella. Tiene miedo cada vez que salgo a la calle».

Al día siguiente, se celebró un juicio rápido. «Me tuvieron allí cuatro horas. El abogado me dijo que no presentaba ningún tipo de arrepentimiento. Al contrario. Que, encima, se mostraba prepotente. Estaba ofendido porque lo habían detenido. Pero, al final, se declaró culpable de agresión y la jueza dictó orden de alejamiento».

Aquella huida hacia adelante fue hace poco más de un mes y, desde entonces, tras un periodo refugiada en casa de un amigo, Alba duerme en el sofá de casa de su madre: «Estuve muchos días teniendo que cogerle ropa, tres tallas mayor que la mía, porque no tenía absolutamente nada, sintiéndome una 'homeless', pero ya he empezado los trámites para reconstruir mi vida, porque perdí absolutamente todo lo que había construido. Muchos años de esfuerzo, veinte años de vida laboral... He perdido mi trabajo, mi casa, mis cosas... Y ahora tengo que rehacer mi vida y no encuentro más que trabas. Todas las del mundo. Por ejemplo, me han denegado una ayuda para comprar enseres básicos cuando no tengo ni un vaso ni un plato ni un tenedor. Nada. Me la denegaron porque cobro el paro, 600 y pico euros, y me pasaba 30 del límite para optar a ella. Pero es que, si tengo un subsidio de desempleo, mi único ingreso, es porque me lo he trabajado y porque he estado veinte años engordando las arcas del Estado y nunca he tirado de ellas».

Obstáculos como asistentes sociales que se negaron a atenderla «porque todavía seguía empadronada en el domicilio» de su agresor y «no correspondía a su zona». O «una burocracia terrible, que te asfixia, en trámites como ser asistida por abogado de oficio, cuando todo el mundo tiene derecho a uno»: «Mi experiencia con las administraciones ha sido nefasta y pienso en todas esas mujeres que no tengan estudios o que no estén acostumbradas a desenvolverse fuera de casa, porque, en la Administración pública, te pegas contra un muro».

Golpes que reabren heridas como «la falta de empatía por parte de la sociedad, por ejemplo, a la hora de alquilarte un piso si saben que eres una víctima de violencia de género. Porque no saben qué decirte, por miedo a que el agresor se presente en la puerta, porque piensan que van a tener problemas con el vecindario...».

Ella por fin acaba de encontrar un nuevo hogar donde volver a ser aquella mujer independiente que siempre fue «después de mucho pelear» y, para que ninguna mujer más pase por lo que ella ha tenido que pasar, solo pide «educación, educación, educación. Que en el cole y en casa eduquemos a nuestros niños y niñas para que no sean abusadores y no sean sometidas. Porque, sin eso, nada cambiará».

Y, sobre todo, ha vuelto a ver en los ojos de su hija «el orgullo que cualquier hija siente por su madre. Porque lo que más me dolió de todo esto fue pensar que la había decepcionado a ella».

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