Tip y Coll eran unos humoristas de esos que, como suele decirse, marcan época. Esa afinada combinación de absurdez, ironía y sentido del espectáculo han traspasado varias generaciones, hasta el punto de que muchos de sus sketches han pasado a formar parte del humor popular. ... Quién no, alguna vez, ha hablado o traducido al francés con la misma heterodoxia que ellos. Infinidad de sus gags y de sus muletillas quedan ya para el recuerdo.
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No es exagerado aseverar que los humoristas cumplen una función social. Son, de alguna manera, terapeutas de la sonrisa. Cuántas veces recurrimos, sin ser conscientes, al espectáculo o al arte para evadirnos de nuestras preocupaciones más cotidianas. Decía en una entrevista Pedro Ruiz, un 'outsider' de la cultura de nuestro país, que acostumbraba a ir al cine varias veces por semana porque en la película «los problemas los tenían otros».
A veces resulta muy complicado evadirse de la dura realidad que nos rodea. A las problemáticas del fragor diario hay que añadir la sensación de desmoronamiento moral, político y cultural que parece asolar el planeta. Abstraerse como un ermitaño ni es sano ni es justo. Tenemos un deber con las siguientes generaciones. Qué hubiera sido de nosotros si nuestros abuelos o nuestros padres no se hubieran preocupado del bienestar del que, al menos hasta ahora, disfrutábamos.
Negar que España vive uno de los lapsos más convulsos de la democracia contemporánea sería una necedad propia de los cuatro papanatas de turno. El pacto de investidura ha traspasado los límites de todo cuánto se podía esperar y no será porque algunos no lo advirtiéramos. Premiar al que se salta la ley es algo inconcebible, salvo que estemos tratando con dignos emuladores de vándalos, suevos y alanos. Si se sigue el guion previsto asistiremos a la quiebra del orden constitucional fruto de la concordia de la Transición y, además, se producirá la mayor situación de desigualdad entre españoles desde la creación del Estado autonómico.
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Ahondar en causas, procedimientos y responsabilidades es echar más leña a un fuego que está más vivo que nunca y que amenaza con reducir nuestro futuro a meras cenizas. A algunos nos queda la tranquilidad de conciencia de saber que la razón está de nuestro lado y que la libertad rebelde -en este caso con causa- es la expresión superlativa de nuestra condición humana.
En estos momentos de zozobra no parece aconsejable dejarse llevar por el abatimiento, por la rabia, por mucho que, como clamaba Ortega y Gasset, nos duela España. Hay que conservar la paz, la vitalidad, la serenidad. No hay mal que cien años dure. Nada ni nadie debe robarnos la ilusión que tanto ha caracterizado al español medio y que hace, entre otras razones, que seamos uno de los países con récord de turistas.
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La supervivencia se compone de altos y bajos, pero de auténticos instantes de dicha. Hacer recaer nuestra felicidad en las decisiones de perdedores, prófugos y yonkis del poder es menospreciar el verdadero sentido de la vida. El propio José Luis Coll afirmaba que «lo malo de discutir con los imbéciles es que tienes que ponerte a su altura para que te entiendan; y ahí es donde estás perdido, porque ellos saben hacer el imbécil mucho mejor que tú». Todo con la dosis de humor adecuada se lleva mejor. No merecen la pena.
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