Urgente Francisco Álvarez-Cascos, absuelto del delito de apropiación indebida

España vive, en pleno verano, una resaca electoral que a más de uno le ha dejado la boca bastante pastosa y un persistente dolor de cabeza. Suele suceder, igual que ocurre en el fútbol, que después del partido viene el análisis. Es en este punto ... cuando comienza el circo mediático, los intereses cruzados y la correspondiente construcción del relato para justificar a posteriori lo que en realidad no se ha conseguido en las urnas. Es curioso ver cómo en escasos días algunos han empezado a ser la voz de su amo. El que paga, o el que da cargo, manda. Está bien que en democracia la opinión sea libre, salvo cuando ésta se expresa con temerario desprecio a la verdad.

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Si algo ha quedado meridianamente claro en las últimas elecciones generales es que las formaciones políticas deben tener en cuenta la movilización del electorado propio y ajeno, la gestión de las expectativas y el aprecio necesario a las semanas de campaña. Eso y, por descontado, desconfiar de todo gurú demoscópico que se precie. Se ve que aciertan menos que el hombre del tiempo. Siempre habrá quien se apunte el tanto después, pero ya están las hemerotecas para desmentirlo.

El mandato de los ciudadanos presenta claroscuros casi indescifrables. Una de cal y otra de arena, sin distinción entre unos y otros. Mucho se discute, por ser lo más sorpresivo, sobre el resultado del Partido Popular y Alberto Núñez Feijóo. En términos objetivos no se puede discutir su victoria, ni en cantidad de votos ni en número de escaños. La recuperación experimentada respecto a 2019 es evidente al sumar tres millones de papeletas, trece puntos porcentuales y casi cincuenta diputados, sin olvidar la mayoría absoluta alcanzada en el Senado.

El problema es que, a pesar de ser las siglas más respaldadas y obtener los mejores datos desde 2016, los populares se han quedado notablemente lejos de unas expectativas que, vistas con cierta perspectiva, podrían haberse considerado como francamente desmesuradas. En cuatro años se puede recuperar el apoyo de tus votantes, o de gran parte de ellos, pero el éxito también tiene sus límites. No es fácil determinar si ha sido un error de cálculo o un exceso de confianza. En cualquier caso, la consecuencia es la práctica imposibilidad de conformar gobierno. Ni en solitario, ni con alianzas, víctima de los errores de siempre. Ese es su mayor fracaso, con independencia de la admirable astucia de Pedro Sánchez y de la respuesta monolítica de sus seguidores.

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Restar mérito al gallego, calificarlo como perdedor o cargar sobre él la única responsabilidad es de un maniqueísmo que sólo la política española admite con naturalidad. No es un tema de personas, es un problema de principios. No hay que olvidar que ha triunfado en todos los comicios a las que se ha presentado -cuatro absolutas en Galicia y una simple en el ámbito nacional-. Nadie de su partido, ni ninguno de sus adversarios tiene ese bagaje. Felipe González, José María Aznar, Mariano Rajoy y el propio Sánchez ganaron a la tercera, tras duras derrotas. Este último tiene en su haber, además, el dudoso honor de haber obtenido el peor resultado histórico del PSOE es unas generales y ser el único que las pierde tras una legislatura en el poder. Se ve que la severidad con nuestros dirigentes, como la alegría, también va por barrios.

Resulta, no obstante, inexplicable por qué la derecha se enreda ensimismada en polémicas que no importan a nadie. Alguien debería nutrirles de cierto sustrato intelectual, salvo que estén más cómodos en la oposición. No puede ser todo gestión y economía, también hay que tener proyecto, preservar unos valores. Es lo que se llama batalla cultural, poso ideológico. De lo contrario, es imposible diferenciarse del resto en estos tiempos de sobreoferta. Hacerlo bajo eslóganes de poca monta, apelando a sentimientos de otra generación, puede entrar tangencialmente en una campaña, pero tiene que haber más y ser defendido sin complejos, con convencimiento. Igual que la izquierda se enorgullece sin ambages de su credo. La investidura, incluso resultando fallida, puede ser una oportunidad de oro para que Feijóo inicie el correspondiente rearme programático y recuerde que la lista que él ha encabezado ha sido la secundada con primacía.

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La extraña relación con el innombrable, como varios denominan a Vox, es el ejemplo paradigmático de que no se tienen las ideas muy claras. Quizás habría que advertir que en España, no como sucede en Alemania, no tenemos una democracia militante y que, por tanto, cualquier fuerza política tiene cabida en nuestro sistema. Si hasta con Bildu o ERC, nulamente proclives a proteger nuestra Constitución, se puede llegar a gobernar o pactar, se desconocen las razones por las que otros partidos no pueden participar en el juego. No hay motivo pues para acoger y blanquear a la «extrema» izquierda si no se hace lo propio con la «extrema» derecha, salvo una visión sesgada del asunto. Lo de fachas y rojos es tan anacrónico, tan despectivo y trivial que genera pereza hasta dedicarle unas líneas.

No es fácil pronosticar lo que sucederá en las próximas semanas. La reedición del gobierno Frankenstein, Rubalcaba dixit, está encima de la mesa. Sería la primera vez que un ejecutivo nacional, no autonómico, se integra por una mezcolanza de aquéllos que no han ganado las elecciones. Cosas veredes, amigo Sancho. Aun no tocando poder, un mínimo ruido de sables en el cuartel de Génova sería un error más de una derecha incorregible. En ocasiones es mejor perder ahora para ganar después. Éche o que hai.

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