EVA FANJUL
GIJÓN.
Lunes, 20 de enero 2020, 01:04
«Aquí me ahogo, no aguanto más vivir así. Si no fuera por mis animales, no sé qué sería de mí». Estas palabras expresan la desesperación de Plácido Vales ante la situación que atraviesa. A sus 33 años, lleva ocho en la calle, habitando una ... casa en ruinas en El Natahoyo. Su vivienda se reduce a dos receptáculos de apenas seis metros cuadrados cada uno, apuntalados para evitar que el techo se venga abajo, algo que a la vista de las grietas y el deterioro de la estructura podría ocurrir en cualquier momento. «Si me echo, me despierto cada poco. No puedo dormir porque tengo miedo a que se me caiga encima, sobre todo cada vez que viene un temporal», explica señalando los puntales que sostienen el techo agrietado justo al lado del sofá donde intenta descansar cada noche.
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Comparte el angosto espacio con dos perros y una gata. «Son mi familia». En el interior el aire es irrespirable y la oscuridad casi total. Como no dispone de electricidad, se alumbra con velas. Tampoco hay ventilación ya que, para protegerse del frío, Plácido levantó tabiques y cubrió con maderas los vanos de las antiguas ventanas. La humedad lo impregna todo y crea un ambiente enfermizo. Se ve en lo que queda de las paredes, en el suelo, en los maltrechos enseres... Y empieza a pasarle factura física y psicológica. «No estoy enfermo pero hace tiempo que por las mañanas me encuentro muy mal. Con muchas náuseas y malestar, y muy nervioso», explica. Además, «cuando llueve tengo que poner seis cubos para recoger el agua, que entra por todos lados».
La vida de Plácido no ha sido fácil. «Desde los 14 años he visto mucho», apunta. Trabajó en la construcción, en hostelería y en el sector forestal. «Sé hacer casi de todo», asegura. Pero en el camino tropezó dos veces. Una de ellas acabó en un centro de desintoxicación. La segunda, en la cárcel. Y tiempo después de su salida, aunque rehabilitado, se vio en la calle, «sin nada, ni familia».
Desde entonces vive como 'chupano', una persona sin hogar que se refugia en una infravivienda sin las más mínimas condiciones de salubridad ni seguridad. «No estás tirado en la calle, pero tampoco mejor». Sin embargo, su perfil no es el habitual de las personas sin hogar: no tiene adicciones, ni problemas de salud mental. Es una persona autónoma que cobra el salario social, está empadronada y se ha integrado en el barrio, donde mantiene buena relación con sus vecinos.
Aunque no le resulta fácil, quiere dar a conocer su situación por dos motivos: «la urgente necesidad de salir de este pozo negro» y «que la gente sepa que no soy el único, sino que hay muchos como yo y la mitad se están muriendo en la calle». La suya es la desesperación de una persona que quiere «salir adelante y no puede», del que lucha por alcanzar la orilla y se ve sucumbir a escasos metros de lograrlo. «Solo pido que den viviendas a las personas que las necesitan. Yo he solicitado varias veces una vivienda social de emergencia y aunque cumplo todo los requisitos para tenerla siempre me la deniegan porque dicen que no hay», se queja.
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La última negativa del Principado llegó el pasado lunes y fue «un mazazo». «Todos sus informes son favorables, tanto el de la trabajadora social como el de la empresa municipal de la vivienda, como el nuestro», confirma Andrea Vega, de Mar de Niebla, la organización social que le asesora y le apoya. Además, «Plácido es una persona que quiere de verdad salir adelante. Y podría hacerlo, pero necesita una oportunidad». A estas personas «nadie les quiere alquilar un piso. Y sin vivienda es casi imposible encontrar trabajo. Es la pescadilla que se muerde la cola», añade.
A pesar de todo, «salgo adelante, hay gente muy buena», comenta Plácido agradecido. En los ocho años que lleva en el barrio se ha ganado el cariño de sus vecinos. Muchos lo ven cada día pidiendo a la puerta de un supermercado de la zona. «El sofá me lo dio mi vecina de enfrente. Hasta me ayudó a meterlo en casa. Y la manta me la dejó otra vecina. A veces llego y me encuentro en la puerta una bolsa con ropa o comida para los perros», cuenta. El joven está muy agradecido a la panadería Pan Luis, que cubrió los gastos de las vacunas y el chip de su cachorro. «Es lo mínimo que podemos hacer por él, es un dolor ver a la gente así y cada vez hay más, por desgracia», lamenta la panadera Ana Isabel Cosío.
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