Sábado, 29 de junio 2024, 02:00
Vicente Crespo gastó cincuenta años de su vida entre fogones. Quizás el verbo no es el apropiado, porque lo que comenzó por necesidad más que por vocación tornó en experiencia grata y fuente, incluso, de felicidad. Aún ahora, que milita en segunda fila tras el retiro, lo es. Ni un pero derrocha repasando su trayectoria profesional y vital. Su restaurante V. Crespo, su primera propia aventura en solitario a la que seguirían más, cumplió esta primavera la treintena convertido en referencia gastronómica de Gijón. Su hijo ocupa ahora el mascarón de proa de un navío donde nunca faltan el buen producto, la atención cuidada y la certeza de que cada cliente que lo visita es un premio al buen hacer macerado durante décadas.
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–Comencemos por el principio. ¿Cómo arranca su vida entre fogones?
–Más por necesidad que por vocación. Poco a poco me fui aficionando, pero entré porque no quedaba otro remedio. Empecé en 1968 en Madrid, en un restaurante que se llamaba Castrillón. Luego fui a la mili y, al poco de volver, me llamaron del Hotel España de Oviedo. Estuve del 74 al 75, cuando abrió Galerías Preciados, y pasé a ser el responsable de cocina. Estuve hasta 1981, cuando empecé a trabajar el Hotel Samoa en El Berrón hasta 1988; después, un año en Del Arco y de nuevo de vuelta al Samoa. Los dos siguientes años los dediqué a la docencia y en 1994 ya fundé V. Crespo.
–Más de dos décadas trabajando para otros, ¿qué le animó a dar el salto?
–La ilusión de casi todos los que nos dedicamos a esto es tener nuestro propio restaurante. La cocina es muy creativa y es bonito desarrollar lo que tú quieres y como tú quieres sin estar condicionado a lo que te pidan, aunque te den libertad.
–Arrancar no fue fácil.
–Fue muy complicado. Los restaurantes son carreras de fondo donde hay que ir poco a poco… En Gijón, no se me conocía como cocinero, tampoco estábamos relacionados. Fuimos poco a poco haciéndolo bien, mejorando…
–Y ya han cumplido tres décadas. ¿Quién se lo iba a decir?
–Entonces ni me lo planteaba. No pensaba el futuro tan a largo plazo sino en el día a día y en ir devolviendo lo que debía. Trabajas y trabajas, sabes que tienes obligaciones y que de ti dependen muchas familias así que sigues dando vueltas a la noria sin parar, trabajando y trabajando.
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–Ha habido mucho sacrificio.
–Tú piensa que, cuando empecé, entraba a las nueve de la mañana a trabajar y volvía a las dos de la madrugada. Los primeros años no cogía vacaciones ni descansos; el personal sí, pero yo no. Con el tiempo fuimos cerrando en Semana Santa algunos días y ahora ya quince días en verano, siempre la primera quincena de julio. La gente se sorprende porque elijamos esa fecha pero para nosotros no es mejor de trabajo que enero u otro mes cualquiera.
–Su hijo ha cogido el relevo...
–Su incorporación en 1999 fue otra de las tablas de salvación, porque se hizo cargo de una parte muy importante. El restaurante mejoró muchísimo con él y eso demuestra lo importante que es la atención al cliente. Empezó desde abajo, eso sí.
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–¿Fue complicado el relevo?
Fue todo muy natural. Con 18 o 19 años se incorporó por voluntad propia, quería trabajar conmigo y ayudarme. Comenzó fregando sartenes, porque cuando empiezas por lo más básico luego valoras más el resto. Luego pasó a atender el teléfono, después detrás de la barra y a recibir los clientes… Y ahora lleva la sala y la gerencia. No hay mayor satisfacción que saber que algo que creas y funciona va a tener continuación.
–¿Ha cambiado el restaurante en estos treinta años?
–Ha evolucionado con los tiempos. Hay más competencia y eso te hace mejorar. El nivel de la restauración ha mejorado notablemente desde entonces, gracias, sobre todo, a otros cocineros que la han puesto en su lugar, dignificando la cultura gastronómica. Un ejemplo es la bodega, que cuidamos mucho más. De su impulso nos hemos beneficiado todos.
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–¿Costó imponer su cocina?
–No hacemos una cocina muy especial. Nuestra cocina siempre ha estado basada en productos de cercanía: pescados, mariscos, arroces y alguna carne. La base son los guisos y la despensa.
–¿Cuál es el secreto para que un restaurante sume 30 años?
–En nuestro caso, no sé si ha sido suerte o nos lo merecemos; sea como sea, estamos felices. Creo que hay que conocer la profesión y el oficio, tener formación y contar con una economía que permita aguantar al principio; también paciencia, constancia, creer en lo que haces y capacidad de sacrificio, pero merece la pena. Yo animo a la gente joven a que luche porque es muy gratificante y, a pesar del esfuerzo, van a estar muy compensados. Yo lo estoy. La cocina me ha dado mucho.
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–Si volviera atrás, ¿repetiría el mismo camino?
–No me arrepiento de nada. Entré por necesidad más que por vocación pero la cocina me ha hecho muy feliz. Sí es cierto que hay algunas cosas que recordar ni quiero, pero como no las pienso…
–¿No hay ninguna espinita clavada?
–La única, no haber iniciado a mi hijo en la cocina. Cuando llegó, consideraba más importante reforzar la sala, el trato directo con el cliente, y le llevé por ahí cuando a lo mejor hubiera sido un buen momento para involucrarle…
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–Un buen engranaje de la cocina y la sala es capital.
–Desde que el cliente entre por la puerta, todo tiene que estar enfocado a que la experiencia sea lo más satisfactoria posible. Él es lo más importante, el rey de la casa; si él no llega, no hay nada. Con la cantidad de sitios que hay hoy en día para comer o cenar, solamente que piensen en nosotros y vengan es ya una satisfacción enorme. Porque nos eligen ellos a nosotros, no viceversa, y ese agradecimiento tenemos que demostrarlo poniéndonos a su servicio y consiguiendo que marchen muy satisfechos. Siempre se lo digo a los empleados: para poder trabajar mañana, hay que hacer muy bien las cosas hoy. Esto es un examen diario cada día y, podemos fallar, somos humanos, pero si tenemos muchas calificaciones malas, se acaba. Llegar es difícil pero mantenerse también.
–¿Por qué colgó el mandil?
–Ya había alcanzado la edad de jubilación, pero seguía trabajando, y llegó la pandemia. Entonces teníamos también Bomarzo y una empresa de eventos. Se paró todo y pensé… 'Qué mejor momento para parar yo también'. Con mi retiro dejamos Bomarzo y fue una pena, porque funcionaba muy bien. Era un concepto diferente, más informal.
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–No es asturiano pero como si lo fuera.
–Yo soy extremeño y con dos años me llevaron ya a León. Aquí llegué con 20 años y voy camino de los 71… Me siento de aquí y estoy enamorado de Asturias y de Gijón, del clima, de la gente, del paisaje, del producto…
–Su casa es ya la de muchos.
–Y la satisfacción es enorme. Los que vienen ahora celebraron aquí su bautizo o la comunión. Hay anécdotas muy gratificantes que me hacen muchísima ilusión. Un día, por ejemplo, me encontré por la calle con una señora en la calle y le pregunté por su hija, que se examinaba para lo que es ahora la EBAU. «Estamos muy contentos porque aprobó y, ¿sabes lo que me pidió? Que le invitara a cenar a tu restaurante». Estas cosas son muy gratificantes, como decís los asturianos, muy prestosas.
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–Sigue yendo al restaurante?
–Claro, aunque ya no todos los días, pero sigue siendo nuestro y hay cosas que hacemos todo el equipo, como probar cada plato que puede salir nuevo para valorarlo. Los martes y viernes quedamos para tomar un cava y de vez en cuando voy a comer con algún amigo. No mucho, porque no suele haber mesa...
–Qué maravilla seguir llenando treinta años después.
–Trabajamos con reserva y nos va bien. Los fines de semana hay que cerrarlos con antelación. La idea es seguir siempre mejorando, desde el primer día hasta ahora.
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–¿Qué le pide al futuro?
–Tiempo. Los proyectos son ya todos a corto plazo. Quiero tiempo para seguir disfrutando de la familia, de los nietos y de la vida.
–Ya toca...
–Sí, pero no me hubiese importado seguir trabajando porque me gusta mucho y me ha hecho tan feliz…
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