Todos estos pasajes son narraciones verídicas y documentadas, pero no por ello, como comprobarán, quedan fuera de una dimensión alegórica, del mito o de la fábula. En el ajedrez, como en la vida, el recuerdo es caprichoso y decanta la vivencia hasta convertirla en una gloriosa hazaña y, a veces, la deforma tanto que desemboca en un trágico suceso. Quedan en aviso. A partir de esta advertencia, son libres de acompañarme. Háganlo sólo si sienten el vértigo del viaje, del apremiante salto de párrafo.
Robespierre en el tablero
1793. París. Café de la Régence, templo sagrado de los ajedrecistas. Una tarde, un hermoso joven, un adonis de belleza incomparable entró en el café y se sentó en la mesa en la que Maximilien Robespierre esperaba, como de costumbre, para jugar una partida de ajedrez. Nada más sentarse, el joven movió al toque, sin saludar. «¿Qué se supone que está en juego?», preguntó Robespierre, asombrado por la actitud del desconocido. «¡La cabeza de un hombre!», respondió el joven. A las pocas jugadas, el muchacho logró la victoria.
Robespierre igualó el marcador en la revancha, pero, en el tercer y definitivo duelo, recibió de nuevo jaque mate. En ese justo instante, el joven extrajo un papel de quién sabe qué bolsillo de su chaqueta. «Firme esta orden y libere al duque de La Ferté. Será ejecutado mañana», dijo con solemnidad. Robespierre apretó los dientes, clavó los ojos en los del apuesto joven. Realmente es bello, pensó. Sintió un pinchazo leve en el pecho, un tic parecido a la congoja. Sin más rodeos, firmó la orden. El joven cruzó la estancia con paso decidido, pero, antes de llegar a la puerta del café, Robespierre le gritó: «¿Quién es usted, ciudadano?». Entonces el joven giró la cabeza y exclamó: «Puede decir ciudadana. ¡Soy la esposa del duque!».
En el ajedrez, como en la vida, el recuerdo es caprichoso y decanta la vivencia hasta convertirla en una gloriosa hazaña
El historiador y escritor francés Paul Chopelin, sin pretenderlo, me puso tras la pista de esta historia de Robespierre. Chopelin publicó en redes sociales una preciosa ilustración de 1951, sacada de la revista católica 'Rafale'. En la ilustración (que incluye texto) se representa la escena del Café de la Régence. Vemos el giro de la mujer del duque, que parece haberse quitado el sombrero en el umbral de la puerta, para así descubrir su rostro y despedirse con un delicado gesto. Mucho antes de esta prueba de hemeroteca, la misma secuencia fue publicada en las páginas del 'Cleveland Daily Leader' del 14 de febrero de 1866.
'El Turco'
La historia de la mujer del conde disfrazada me trae a la memoria el fascinante caso de 'El Turco', un autómata ajedrecista ideado a finales del siglo XVIII por el húngaro Wolfgang von Kempelen. El muñeco mecánico de Kempelen puso en jaque a las cortes europeas. Derrotó al mismísimo Napoleón Bonaparte en el Palacio de Schönbrunn. Pasó por el Café de la Régence (me pregunto si jugó contra Robespierre, las fechas coinciden) y allí derrotó a Benjamin Franklin, por entonces embajador de Estados Unidos en Francia.
Claro que aquel autómata no era más que un engaño, pues escondía en su interior a un ajedrecista, es decir, la máquina era operada por un humano. 'El Turco' terminó siendo propiedad de John Kearsley Mitchel, médico particular de Edgar Allan Poe, quien había escrito un amplio capítulo sobre el autómata en sus 'Narraciones extraordinarias'. Mitchel donó la máquina al Museo Peale de Filadelfia, donde 'El Turco', debido a un repentino incendio, fue pasto de las llamas.
'Ajeeb', el autómata que venció a Houdini
En 1868, el ebanista inglés Charles Hooper presentó al público el sucesor de 'El Turco', un nuevo autómata bajo el nombre de 'Ajeeb', un término que, tomado del árabe y del urdu, significa «maravilloso, extraño o inusual». Paul C. Johnson, director del programa de doctorado en Antropología e Historia de la Universidad de Michigan, sospecha que 'Ajeeb', en realidad, debe su nombre a un personaje de formas elegantes que aparece en un cuento de 'Las mil y una noches'. Inspirado por el diseño de Kempelen, 'Ajeeb' destacaba por la imponente figura de dos metros de un hombre barbudo con turbante que, sentado en un diván, sostenía en su regazo un tablero de ajedrez.
'Ajeeb' estuvo cinco años en Londres. Después viajó por distintas ciudades europeas. Desde el 1 de agosto de 1885, fue una de las atracciones principales del EdenMusée de Manhattan, en Nueva York. Por 25 centavos, el visitante podía jugar contra 'Ajeeb' al ajedrez, o bien a las damas, por 10. Cuenta la leyenda que 'Ajeeb' nunca perdió una sola partida de damas, y solo tres al ajedrez. En la tarjeta comercial del museo, se leía: «Sus movimientos son tan naturales que resulta difícil creer que no esté dotado de vida».
Todos estos pasajes son narraciones verídicas y documentadas pero no por ello quedan fuera de una dimensión alegórica
Entre líneas, estaban contando el secreto. Uno de los operadores de 'Ajeeb' fue nada menos que Harry Nelson Pillsbury, el hombre memoria, uno de los más grandes talentos de la historia del noble juego. Lo que no ha transcendido tanto es que Pillsbury, por un tiempo, compró el autómata. Entre los rivales de 'Ajeeb' encontramos nombres tan ilustres como el del presidente Theodore Roosevelt, la vedete francesa Sarah Bernhardt o el ilusionista Harry Houdini. Desde una mirada literaria, es esta última una imagen curiosa. Houdini, que se encadenaba delante del público antes de escapar de las situaciones más inverosímiles, contra una máquina que, en cierto modo, hacía justo lo contrario, enmascar en su interior a un intruso, a un tipo que, imagino, debía contener hasta la respiración para no levantar sospechas o destapar el fraude.
El gato de Alekhine
Con la respiración contenida estuvo por unas horas el campeón del mundo Alexander Alekhine cuando, durante la celebración de las Olimpiadas de Ajedrez de 1935, su gato 'Chess' se perdió por las calles de Varsovia. El ruso nacionalizado francés se negó a seguir jugando hasta que las autoridades dieran con el paradero del animal. Con diligencia, la policía polaca averiguó que un repartidor de periódicos había cogido al gato y lo había vendido a un tal Sr. Graczyk. Y suerte que Graczyk oyó en la radio la noticia de la desaparición de 'Chess', gracias a lo cual se dirigió a la sala de juego para devolverlo. Alekhine, agradecido, pagó gustosamente los 20 eslotis que el buen hombre había desembolsado por el peludo persa.
El gato de Alekhine era para el campeón algo más que una mascota. Era su talismán. En las Olimpiadas de Varsovia, Alekhine no perdió una sola partida, por lo que decidió llevarlo también al campeonato por el título del mundo que disputaría en Holanda, mes y medio más tarde, contra el aspirante Max Euwe. Hay quien dice que lo hizo porque Euwe era alérgico a los gatos. Pero no es cierto. Existe una preciosa fotografía en la que 'Chess' posa sentado sobre el tablero, entre las piezas blancas y negras, mientras Alekhine lo acaricia y Euwese inclina para acercar su rostro al del felino. Por una vez, el amuleto no funcionó, pues Alekhine, contra todo pronóstico, perdió la corona de campeón del mundo.
Lo que no perdió fue su gusto por los gatos. Hasta seis tuvo a la vez. «Los traeré conmigo a España, donde es muy posible que viva por algún tiempo», confesó en septiembre de 1941 en una entrevista para el diario español (de ideología antisemita) 'Informaciones'. En este punto de la historia, me acuerdo de Andy Warhol, que vivía con veinticinco gatos a los que llamaba 'Sam'. Sí, a todos 'Sam'. Desconozco si Alekhine hizo lo mismo que Warhol y por eso solo ha transcendido uno de los seis: el gato de Alekhhine. Sea como fuese, en la tumba del gran campeón francés, en el cementerio parisino de Montparnasse, hubo un gato de mármol negro. Y digo «hubo» porque hoy no hay rastro de él. Seguramente alguien lo robó y se lo llevó a casa, aunque quién sabe, no sería la primera vez que 'Chess' desaparece.
El asesino del ajedrez
Al hablar de tumbas me ha venido a la cabeza un caso truculento, el trágico suceso del que les advertí al principio de este viaje. El episodio más crudo y luctuoso que puedan imaginar. Hace años, lo conté en la radio y hubo aficionados que se enfadaron conmigo. «No sé por qué debes hablar de este personaje ni por qué lo vinculas al noble juego», me escribió un oyente. El personaje es el ruso Alexander Pichushkin, un asesino en serie conocido como 'El asesino del ajedrez'.
Pichushkin perpetró la mayoría de sus crímenes en el Parque Bitsa de Moscú, donde había jugado cientos de partidas de ajedrez en su juventud. No robaba a sus víctimas, las hacía desaparecer por el alcantarillado de la ciudad. Su primer asesinato lo llevó a cabo en 1992, con solo 18 años, y no fue detenido hasta 2006. Imaginen los años de miedo y terror. Cuando la policía entró en su domicilio, encontró un tablero de ajedrez de casillas negras y amarillas sobre las que Pichushkin iba escribiendo números. Cada uno correspondía a un asesinato. En total, cometió sesenta y uno.
Solo quedaban libres las casillas 'a1', 'b1' y 'c1'. Su macabro objetivo no era otro que completar el tablero. Entre las pertenencias de Pichushkin hallaron uno de sus libros favoritos: 'Cómo ganar amigos e influenciar a la gente', de Dale Carnegie. Por si se lo están preguntando, les confirmo que Pichushkin fue condenado a cadena perpetua.
Hasta aquí nuestro paseo por algunos de los pasajes más extraños, sorprendentes y desconocidos de la historia del ajedrez. Algún día, les cuento más. Libérense del vértigo de la lectura del domingo y sientan el analgésico alivio del punto final.
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