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ramón muñiz
Ponticiella (Villayón)
Domingo, 7 de abril 2019, 04:53
En medio de ninguna parte Daniel López tiene cinco videoconsolas y dos amigos con los que podía jugar cuando era niño. «Uno es mi hermano mayor, el otro un chaval de Oviedo que venía los veranos», matiza. A sus 19 años, se ríe cuando le ... preguntan dónde va de fiesta. «A Navia, a Avilés, a Oviedo». Eso está a dos horas de coche, ¿cómo vuelves?«En coche, bastante más tarde de las tres de la noche», delata su madre y cómplice, Ana Isabel González.
Viven en Ponticiella (Villayón), parroquia con una particularidad. Tiene 291 vecinos censados y ninguno es menor de diez años. No confundirse. La anomalía reside en su tamaño, no en la orfandad de guajes. Según los registros del observatorio Sadei en el Principado hay ya 102 parroquias sin niños, desperdigadas en 37 concejos, esto es, en la mitad de la región. Es otro nuevo capítulo de la despoblación y la sangría demográfica priman las localidades del occidente pero hay también casos en Avilés, Langreo, Llanes y Noreña, por ejemplo. La Asturias sin juguetes alcanza los 1.386 kilómetros cuadrados. Por comparar, esas parroquias doblan en superficie a los cinco municipios que han constituido el Área Metropolitana de Asturias.
Hay gatos tomando el sol en mitad de la calzada, un balancín incompleto y un columpio oxidado al que se van comiendo los setos. «Aquí casi soy el más chaval», presume José AntonioSuárez, el último en incorporarse. Tiene 62 años, la mayoría gastados en bares de Madrid. «Trabajaba de camarero, siempre cerca de la Gran Vía, y echaba doce horas para apañar un sueldo decente». Cuando España aspiraba a la Champions League de la economía, a los pueblos llegaron –con cuentagotas– inmigrantes tratando de buscar un futuro; con la crisis les tomaron el relevo gentes como José Antonio. «Me ví en el paro, con dos años de desempleo y la ayuda familiar, de 400 euros». Resolvió que lo mejor era volver al lugar donde nació. «Aquí estoy mejor, se duerme bien, no hay ruidos de coches».
Ponticiella se desparrama por una ladera suave y tiene hechuras de algo más. En extensión supera a 18 concejos; en censo vence a los municipios de Santo Adriano y Yermes y Tameza. «Ha cambiado. Cuando nací no había carretera, ni llegaba la luz, íbamos por la casa con el candil y en la escuela éramos unos treinta», evoca José Antonio Suárez. Ser niño cuando los había era otra cosa. «Íbamos a clase, atendíamos a las vacas, a la hierba, al toxo, sembrábamos patacas, trigo y maiz. El pan se hacía en casa y los críos bajábamos al molino del río», detalla.
Es el único que camina por el lugar a media mañana. Preferiría coger la bici un par de horas pero tiene un trombo y el médico le ha puesto como deberes caminar cinco kilómetros. Hay que ir de puerta en puerta para seguir la pista de los niños perdidos. «Es verdad, aquí había siete bares, una peluquería, sastres, tres zapateros y una oficina de correos», enumera José Antonio García.A sus 66 años fue de los pocos que evitó la emigración: «Saqué la oposición de cartero y me pude quedar, primero llevaba ocho pueblos con una moto y al final medio concejo en coche».
Celia fue la última maestra que lidió con los niños del lugar, todos revueltos, grandes y pequeños, en el mismo aula. Hoy la antigua escuela luce de blanco impoluto y en ella se reúne de vez en cuando el pueblo para discutir la concentración parcelaria. Es mediodía y no se ve un coche. La iglesia está cerrada y un cartel recuerda a la concurrencia cuándo se celebrará el aniversario de una defunción. «Aquí niños no vas a encontrar, pero mayores los que quieras», resuelve el cartero jubilado.
«Es que la juventud marchó toda», expone Olivia García. A sus 76 años, se vio obligada a echar el cierre al último bar del lugar. Sí, tenía poca concurrencia y era esclavo dedicarle horas, pero le daba vidilla y si lo dejó, cuenta, es porque el marido enfermó y tiene dos cuñadas sordomudas que necesitan de ella. Es el pilar del hogar, «la más joven del asilo», dice. «Mis hijas dicen que soy la única de quien se tienen que preocupar, que mientras esté yo, todo se arregla», comparte.
Ofrece café, agua y una confirmación. «Sí nenín, esto estaba lleno de niños y ahora no queda ninguno. ¡Cómo me gustaría que se repoblara un poco! Es que lo piensas y antes se llevaba moita peor vida, nos éramos trece hermanos y...¡cómo se trabajaba! Pero aquí estábamos».
La cena de los emigrados
Mirar atrás la sume en una emoción contagiosa. «Los veías por ahí jugar, en cuadrilla, a lo mejor quince, y yo creo que eran más felices que ahora con tanta tablet.Inventaban sus juegos, recuerdo a uno que puso en el pajar un cartel de 'Restaurante el sopapo'. Lo pasaban bomba», dice entre carcajadas. «Ahora sé que los que tienen 40 y pico años todavía hacen por reunirse una vez al año, para una cena, pero en Oviedo, Gijón o Avilés, que es lo que les coge cerca».
La despoblación ha entrado en el debate público y en esa plaza hay quien lo observa con reservas. «Los habitantes de esta España vacía se sienten abandonados a su suerte. Muchos están resentidos. Inventan un pasado lleno de vida y niños y gente. Un pasado mítico que algunos sueñan revivir gracias a los inmigrantes que vienen del este de Europa y Latinoamérica (...) Pero lo cierto es que la España vacía nunca estuvo llena». Lo escribe Sergio del Molino en 'La España vacía. Viaje por un país que nunca fue', ensayo canónico que recuperó el asunto e incorpora a la Asturias de interior a su particular mapa de despoblación.
La reflexión choca de bruces con las parroquias sin críos. Ponticiella ha perdido un 28% de población empadronada en los últimos ocho años, está sembrada en cada rincón por bancos en desuso, pero no es resentimiento lo que se respira en ella. Todas las casas presentan buen estado, lucen pintadas y sin timbre al que llamar. Son, como sus dueños, accesibles y listas para disfrutar del encuentro.
«Aquí volvemos muchos en cuanto tenemos un momento de libertad», explica Manuel García Rodríguez. Nativo del lugar, asumió que el trabajo había de buscarlo en Gijón, donde ha hecho una vida incompleta. «Mi ilusión era tener una casa aquí y lo fui consiguiendo. Es donde tengo arraigo, los amigos y vengo en cuanto puedo a disfrutar de la paz y la tranquilidad», defiende.
Esa casa es de otro que vive en Avilés, aquella la compró uno que anda por Madrid, esta la tiene uno de Alemania. Vecino de todos es José Antonio Suárez, el camarero jubilado, quien también engrosa otra estadística que retrata a la región. Vive solo, una tendencia al alza. Asturias es la primera comunidad donde más del 30% de los hogares los ocupa gente sin compañía. «A veces se siente uno solo, claro, pero pillo un libro, salgo en bici, cuido el huerto; entre sacar leña del monte, sembrar patatas y manzanos... si quiero hacer tengo con qué entretenerme». Lejos de Madrid repite los entretenimientos que tenía de mozo, en un sitio donde se cultiva la paz de los sin niños.
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