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BELÉN G. HIDALGO
CANGAS DEL NARCEA.
Jueves, 19 de octubre 2017, 00:38
Los vecinos del pueblo de Gillón, en Cangas del Narcea, han regresado a sus casas con el claro deseo de que los culpables del incendio paguen por lo que han hecho. Pocos llegaron a imaginar que algún día llegarían a ver las laderas más negras que el carbón que arrebataron varias generaciones atrás a la corteza de sus montañas, hoy calcinadas. ... Tampoco que tendrían que abandonar sus viviendas de madrugada, el lunes, por no poder respirar.
Natalia Rodríguez, ganadera, aún no ha logrado quitarse el miedo del cuerpo. Se negó a abandonar su casa y a sus animales. «Por la tarde sacamos las vacas del monte y las bajamos a un prau. Pero el fuego avanzó y tuvimos que volver a sacarlas y llevarlas a otro más cercano al río, de donde pudiesen escapar», explica mientras revive la impotencia con la que sufrió el incendio. De no haberlo hecho, hubiesen ardido: «El prau al que las movimos la primera vez quemó».
De la mirada de Natalia aún no se ha borrado la angustia. Una desolación a la que la lluvia sumó algo de esperanza: «Valió mucho, sino no se apagaba», dice.
A sus suegros los convenció la Guardia Civil para que abandonasen la casa y su hija, de apenas trece años, no dejaba de llorar. «Luego no quería regresar. Llegó a casa y se encerró en la habitación. Estaba muerta de miedo».
Natalia asegura no arrepentirse de la decisión tomada. «Me quedé por los animales. No podía abandonarlos. El caballo estaba como loco, no paraba de zapatear. Las vacas, cuando las movimos de un prau para el otro, iban atontadas, dominadas por el miedo». Ahora, quiere que se haga justicia. «Que paguen por lo que nos han hecho».
Manuel Riesco, a sus 86 años, pasea por Gillón sin saber a dónde mirar. «Fue exagerado. Había ceniza negra por todos lados. Nunca había visto algo igual. El que lo hizo no estaba bien de la cabeza», lamenta este vecino. Fue desalojado de su casa la madrugada del lunes, junto a otros treinta vecinos. Jubilado de la minería, sus pulmones no podrían resistir ante tal humareda. «Fui el primer minero de la mina de Gillón y tengo problemas para respirar. Por eso me tuve que ir de casa».
Las campanas de la iglesia sonaron a las tres de la madrugada. Los vecinos acudieron a la convocatoria, ya conscientes de que tras el repique se encontraba el fuego. «Habían llamado del 112 para avisarnos de que deberíamos desalojar las casas por el humo», cuenta Manuela Menéndez. «Piensas en quienes se quedaron en el pueblo para defender el ganado, ¿qué será de ellos?», recuerda con los ojos acuosos Manuela. Su marido, Demetrio Suárez, sufre de los bronquios y por eso se decidieron a abandonar el pueblo.
Demetrio cuenta cómo se afanaron todos los vecinos en contener las llamas. «Vinieron de otros pueblos de aquí cerca, como Noceda y Transmonte, a cavar cortafuegos con las batideras», relata. El desaliento se apoderó del pueblo, que no llegaba a ver por dónde venía el fuego por la humareda. «Quemaban los robles, los abedules y hasta los xardones. Escuchabas unos silbidos... Imponía», cuenta Demetrio. Calculan los vecinos que ardieron alrededor de 2.000 hectáreas.
Igual que Manuel Riesco, Demetrio Suárez es una apasionado de la caza y dice haber visto los corzos desorientados y teme que las liebres hayan muerto achicharradas. «Los perros de caza que están en la perrera a la entrada del pueblo tuvimos que sacarlos de ahí», apunta. Las llamas llegaron a apenas unos metros de los canes. Manuel echa la vista atrás y cuenta que las llamas seguramente hayan acabado con los acebos que ya conoció su abuela.
«Estaban preciosos. Daba gracia verlos, pero ya no quedará ninguno».
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