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El actor y empresario teatral Arturo Fernández.

Muerte de Arturo Fernández | El gran seductor que abarrotó teatros y engatusó a la cámara

Arturo Fernández murió en Madrid con 90 años y como siempre quiso, casi sin haberse bajado de los escenarios y dejando una sonrisa en su público | Nacido en Gijón en 1929, en 1950 tomó un tren a Madrid rumbo a sus primeros papeles como figurante, al cine, a la tele y a su gran amor, el teatro

MARIFÉ ANTUÑA

Viernes, 5 de julio 2019

Más allá de frases cómicas, de chatinas y caneos, de poses de galán, de trajes a medida de corte impecable y raya impoluta en los pantalones, había un actor, un empresario, un hombre que un buen día dejó Gijón rumbo a Madrid e hizo carrera ... en cine, teatro y televisión, que puso en pie la compañía de teatro más longeva de la escena española, que jamás vio una subvención pública y que no supo lo que era un teatro vacío. Arturo Fernández decía ayer adiós a una vida intensa, extensa e inmensa, a sonrisas y carcajadas por toneladas, a aplausos infinitos. En Madrid, con 90 años, después de pasar la última semana ingresado en una clínica, se iba sin hacer ruido, después de que hace algo menos de cuatro meses se subiera en Bilbao por última vez a un escenario y la enfermedad estomacal que padecía y los achaques de la edad le obligaran a cancelar la gira de 'Alta seducción', su último montaje.

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No podía tener mejor título ese epílogo sobre las tablas, que podría ser también el prólogo y el título de cualquier biografía. Porque el actor que nació en 1929 en Gijón hizo de la seducción bandera y creó para sí el personaje de galán impecable y dispuesto al piropo que le acompañó siempre y que el público adoraba y aplaudía sin tregua. Ese rol, siempre presente en los montajes de alta comedia que producía su compañía, era su marca, su santo y seña, pero él fue mucho más que eso. También hizo cine, televisión y hasta se dejó dirigir por Albert Boadella para meterse en la piel, no podía ser de otro modo, de don Juan. Había vida más allá del Arturo guapo, elegante y bromista, había un actor vocacional y feliz, un enamorado del teatro que hizo de las tablas, de los camerinos, de los patios de butacas y las plateas su lugar en el mundo.

Pero su primer lugar en el mundo fue otro, fue el Gijón al que volvía una y otra vez y que hoy le recibirá de nuevo con los brazos abiertos y con banderas a media asta por un duelo oficial que está a las puertas del Ayuntamiento y otro oficioso que está en los chigres, en las tiendas y en todas las charlas. Hoy el Teatro Jovellanos que tantas veces llenó a reventar está de luto para recibir su capilla ardiente a partir de las cuatro de la tarde.

En Gijón, un 21 de febrero de 1929 llegaba al mundo en el seno de una familia humilde Arturo Fernández Rodríguez. Era un niño cuando empezó la guerra civil y cuando su padre, Arturo, mecánico ajustador en el ferrocarril de Langreo y anarquista de la CNT, tuvo que exiliarse en Francia dejando a su mujer, Dolores, y a su único hijo en Asturias. Ella salió adelante lavando botellas a la intemperie y el chiquillo, muy joven, se buscó la vida como boxeador bajo el nombre de 'El Tigre del Piles'. «Mi madre ganaba cuatro pesetas a la semana y a mí me daban 100 por combate», explicó en alguna ocasión, cuando recordaba aquella infancia en la que su madre aspiraba a que fuera oficinista o representante de comercio para que no vistiera de mono como su padre. Puede que ahí ya naciera el galán.

En Gijón peleó sus primeros combates con guante oscuro; los siguientes los lidió en Madrid con otras artes más hermosas, las de la escena, las que le hicieron transitar por el drama y la comedia, pero siempre con más querencia hacia las sonrisas que hacia las lágrimas. «Si alguna vez lloras, que sea con lágrimas de felicidad», decía uno de los personajes de su dilatada trayectoria que comenzó casi de forma casual.

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Fue un 9 de septiembre de 1950 cuando tomó un tren a Madrid de aquellos que tardaban 15 horas. Solía contar, sin apear las formas de seductor, que tuvo tiempo de enamorarse tres veces en el camino. Dio sus primeros pasos de figurante en 'La señora de Fátima', 'La guerra de Dios' o 'El beso de Judas', de Rafael Gil. «Mi vocación había nacido en el primer contacto que tuve con el cine, cuando un ayudante de dirección, asturiano como yo, me ofreció hacer de extra en un rodaje como forma de ganarme unas pesetas que me permitieran sobrevivir en Madrid. Me fascinó el cine. Pero al entrar en contacto con el teatro descubrí mi pasión», dejo dicho. Y también dejó hecho, porque pese a que el celuloide grabó sus primeras interpretaciones, fue el teatro el lugar en el que se prodigó con ímpetu, con ganas, con perseverancia. «¿Pero todavía no has dicho en casa que te alistas hoy?» fue su primer texto, su primera frase, la primera vez que la voz de Arturo resonó y quedó grabada para la historia.

A la casualidad inicial se unió la suerte y el trabajo, siempre el trabajo y el aprendizaje continuo a pie de obra hasta que Julio Coll le convirtió en protagonista de las películas 'Distrito quinto' y 'Un vaso de whisky'. Luego llegarían filmes que son historia mayúscula, como 'Truhanes', dirigida por Miguel Hermoso con guion de este y de Mario Camus, que protagonizó junto al gran Paco Rabal en 1983 y que un decenio después se convirtió en serie de televisión.

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La pantalla le quería. Y por eso también acaparó durante los años noventa audiencias millonarias en Antena 3 con la 'Casa de los líos', en la que compartía cartel con Lola Herrera, y donde se granjeó una popularidad infinita y sus chatinas se hicieron universales y habituales. Se emitió entre 1996 y el año 2000, pero aún hoy resuenan las coletillas que incorporó de motu propio al guion.

Pero el teatro era lo suyo. Y en ello se empleó como actor y como productor, en ello se jugó los cuartos propios. Hizo temporadas larguísimas en Madrid y giró por toda España con montajes como 'La herencia', con la que el año 1957 comenzó a labrarse el personaje de galán. Llegarían después 'Un hombre y una mujer', 'Pato a la naranja', 'Esmoquin' o 'La montaña rusa', entre otros muchos.

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Arturo Fernández, Hijo Predilecto de Gijón, Adoptivo de Oviedo, Medalla de las Bellas Artes, Premio Nacional de Teatro Pepe Isbert, tenía cierto gusto por meterse en charcos políticos. «Solo los tontos creen en las ideologías», dijo en una ocasión en una entrevista con este periódico. Nunca negó su cercanía a la derecha y hasta se metió lodazales gordos, pero ayer, en el adiós, no hubo partido que no elogiara su talento y su capacidad para hacer feliz al público.

Ese es su legado: un público feliz y sonriente, amén de casi un centener de películas, obras de teatro y series e intervenciones televisivas, amén de frases y coletillas que son memoria colectiva de este país, amén de bromas y veras, de amigos y también de algún que otro enemigo. Su oficio, el de los actores, más de una vez le reprochó el carácter comercial de sus espectáculos. Él, como buen boxeador, no acusó el golpe y además tenía tenía en su propia vida el gancho definitivo para dejar noqueado al púgil más avezado: 58 años llenando teatros y cumplir los 90 al pie del cañón con el telón alzado. «A mí todo el mundo me cae bien. He sido un hombre muy feliz. Mi aspiración era llegar a donde estoy, de modo que lo tengo todo, no necesito más. Y se lo debo al público. Me siento muy halagado y muy contento de tener la compañía más longeva de España».

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