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«Gorda», «puta» y «rara». Y de ahí hacia arriba porque, según cuenta Patricia (nombre ficticio), esos son los insultos más suaves que escucha su hija cada mañana. No sucede por la calle o en cualquier anómala situación cotidiana entre adultos. Pasa en el colegio, la víctima tiene solo nueve años y ya se ha convertido en algo habitual. Tanto es así que, denuncia su madre, es el tercer curso escolar consecutivo que tiene que sufrir esta situación. «Al principio no le dimos más importancia porque pensábamos que eran hechos aislados o cosas que pasan entre niños, hasta que los hechos se van repitiendo en el tiempo, agravando y van participando más compañeros».
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Un comportamiento que está en línea con lo que apunta la Diana Díaz, directora de la Fundación Anar: «Se ha constatado que, a medida que el bullying perdura en el tiempo, va incrementando su violencia», datos que confirman, dice, los indicadores del estudio que anualmente realiza su institución sobre acoso escolar y ciberbullying. «Desde 2015 hemos visto que las víctimas sufren un número mayor de hechos violentos y que además son más duros».
Estadísticas que ponen números a experiencias reales, como la de esta madre que tiene que llevar todos los días al colegio a sus hijos con una mezcla de desgarro e impotencia: «Es como dejarlos en el 'matadero', porque cuando los recoja siempre sé que me van a decir que pasó algo». En plural, porque el acoso escolar a su hija se extendió al pequeño, dos años y medio menor. Una grave situación que pusieron en conocimiento de la dirección del centro avilesino: «Hablamos con el colegio, hicimos lo que nos dijeron, pero advirtieron de que para abrir un protocolo tenían que sucederse cierta frecuencia y cantidad en los ataques y, según ellos, no se cumplía; al final nos desengañamos, han querido tapar el problema y no solucionarlo». Asesora del caso, Encarna García, presidenta de Acae (Asociación contra el Acoso Escolar) no se muestra sorprendida ante ello porque, según denuncia: «El 80% de los docentes miran para otro lado». E incluso apunta más alto: «Tenemos a alguien tan nefasto como el fiscal de Menores que sigue archivando casos».
¿Ha tratado esta madre de ponerse en contacto con los padres de los niños considerados agresores? «No, nunca intenté hablar con ellos, porque el responsable es el colegio y son ellos los que tienen que mediar, al igual que yo soy la responsable de educar a mis hijos y no a los hijos de los demás», asegura Patricia.
Lo que en el colegio es una suma de agresiones físicas, insultos, robos de material y destrozarles la ropa se traduce, fuera, en pesadillas, ansiedad y estar en tratamiento en Salud Mental. Pero, según el relato desesperado de esta madre, lo más duro fue «cuando la tiraron por la escalera y una niña se acercó para decirle que era un error del universo y que estaba mejor muerta». Ante esto, la psicóloga del centro de salud le pidió que escribiera de su puño y letra todo lo que le sucedía. «Le hizo mucho daño, pero tiene que entender que no tiene culpa de nada, que no está haciendo nada mal, que hay que ser fuertes y que queda menos para superarlo». En el caso del hermano menor, «el centro me obligó a llevarlo al hospital para descartar que fuese autista como medio para justificar lo sucedido en una excursión».
Llegado a este punto, la única salida que la Patricia considera viable es el cambio de centro «a pesar de que suponga victimizar doblemente a mis hijos, dado que parece que son ellos los que están haciendo algo incorrecto». Sus hijos pidieron ayuda, pero no todos lo hacen. Hay muchos casos en los que no interviene nadie.
La Fundación Anar ha habilitado un teléfono gratuito de ayuda (900202010). La llamada para pedir ayuda no se produce al instante, la víctima tarda una media de trece meses desde la primera agresión. «Tratan de resolver las cosas por ellos mismos, los más pequeños no quieren molestar y además temen la sobrerreacción de los padres».
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