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EDUARDO PANEQUE
GIJÓN.
Sábado, 6 de julio 2019
La cena, con una copa de whisky. Y en Casa Víctor. Los años cambian rutinas, pero algunas permanecieron imperturbables en la agenda de Arturo Fernández en todas y cada una de sus visitas a Gijón. Otras las cambió la ley antitabaco: el purito ... de después de cada comida. Este hábito era, precisamente, el ademán que precedía a la clásica pregunta: «¿Echamos la partida?». El actor se refería al dominó, un juego de cuya destreza también presumía. Alfonso Esteban, actualmente en Casa Kilo, le sirvió durante treinta años en aquel restaurante, hoy cerrado. Una época que recuerda con Arturo jugando junto a Vitorón y a él haciendo pareja con José Manuel Ibáñez. «Era el instante que aprovechaban para despellejar con su sentido del humor a unos y otros, para contar batallitas». También para sincerarse, manifestar las ganas por comprar una casa en Gijón, rememorar cómo su madre tardó dos años en inscribirle en el registro o, siempre muy presente, para hablar de su amor por los animales, especialmente los perros. Todo ello, «entre el revuelo de las chicas que había en el comedor y que venían constantemente a pedirle autógrafos», confiesa Esteban. Contradiciendo la fama asociada a la farándula, no era maniático. «Si no había sitio, cenaba en barra», confiesa.
Con la noticia del fallecimiento del actor, a Ana Bango, hija de Vitorón, se le agolpan las sensaciones que entremezclan tristeza, nostalgia y sonrisas cómplices, esas que uno siente cuando en momentos de duelo revive las anécdotas familiares. «'Qué durísimo tiene que ser continuar haciendo de galán con ochenta años', me venía diciendo siempre mi padre tras alguna de las míticas noches tomando copas por Cimavilla», refiere. Eran también noches de muchas charlas, porque «era cuando aprovechaba para ponerle al día de lo que pasaba en Gijón, de lo importante y de los cotilleos». La hermana de Ana, Julia, le regaló un setter inglés procedente del criadero de perros Los Vitorones que había montado. «Lo cuidó durante muchísimos años. Hasta le hicimos una foto que se convirtió en emblemática del restaurante».
Para comer también era de ideas fijas: la fabada y su correspondiente arroz con leche de postre. Aunque, siendo justos, aquí tenía el corazón partido. Siempre que podía se escapaba con otro de sus buenos amigos, quien ofrece la que quizá sea la mejor de Asturias, Casa Gerardo. «Era muy educado. Todo el mundo le quería», apunta Pedro Morán, dueño del establecimiento. «¡Figúrate! Era un atractivo para todo el comedor, un hombre que, al margen de que sus ideas políticas, fueran unas u otras, era admirado sin igual, algo que no sucede con muchas personas», añade.
Sea más o menos certera la infabilidad del paladar como arma de seducción, Arturo Fernández tenía sus clásicos. Y la terna la completaba con Casa Ataúlfo, muy cerca del Teatro Jovellanos y donde se escapaba a mediodía en aquellas jornadas estivales en que tenía función. Era de los que llamaba a primera hora para reservar: «Hola, soy Arturo», anunciaba con entusiasmo y sin darse mayor importancia. Todo lo que venía a continuación no hacía falta ni verbalizarlo. «Le gustaba mucho el percebe y el mero a la plancha», recuerda María José. «Y el bocartín, que él llamaba 'los hombrinos de Gijón'», añade. Su hermano y propietario, Ataúlfo Blanco, comparte aquel instante en el que «parecía que entraba Gary Cooper, con su elegancia y su pose; te pedía un Capmany y lo llevaba a una mesa redonda -la número tres-, donde siempre le gustaba estar». El menú admitía excepciones -«ocasionalmente, se decantaba por el arroz con bugre»-, pero donde no había margen de error, fuera donde fuera, era en «lo atento que era con todo el mundo, sus chistes, sus piropos, la forma de ser de un auténtico dandi», añade Blanco.
Buenos amigos los que deja en Gijón. Y no de los que son flor de un día, sino amistades que perduraron con el paso de los años. Bien es cierto que pocos podrán presumir de hacerlo desde hace más de medio siglo. Es el caso de Casimiro Álvarez, exlocutor de Radio Gijón y con quien coincidió en 1965 cuando Arturo Fernández rodaba la película 'Jandro'. Él solo hacía un pequeño papel de extra, pero pronto se forjó una gigantesca complicidad. «Siempre que iba a Madrid, iba a verle y charlábamos. Daba gusto tratar con él. Era una gloria de Gijón», manifiesta con la voz entrecortada, con esa de quien ve partir a un cómplice de aventuras. De esas personas que dejan recuerdo para toda la vida.
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