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arantza margolles
Lunes, 25 de noviembre 2019, 03:05
Fue en primavera. Una senderista descubrió el cuerpo, parcialmente calcinado, en medio del monte, en Cenero. Tenía treinta años y su nombre empezaba por S. El día en que la enterraron se desveló el nombre de su asesino. J., su pareja desde hacía doce ... años, se había desmoronado en comisaría al saber de su muerte, deslizándose en lo fundamental: dio datos que no podría haber dado de no ser él quien la había matado a golpes y cargado su cuerpo en el Ford Escort rojo de un amigo que pensaba que lo usaría para ir al menudeo de caballo. Él negó. Negaría siempre. A pesar de las manchas de sangre en la pensión en la que habían vivido juntos hasta el 21 de mayo, el día en que la mató; de los restos biológicos de S. en el coche y de la declaración de los testigos que afirmaron que la vida de ella era un terror constante. «Si le denuncio, me mata», había dicho alguna vez a los requerimientos de su familia y amigos.
El de S. fue el primer caso asturiano catalogado como tal en el registro de crímenes por violencia de género en España, aunque aquí ya habíamos comenzado antes a contabilizar: en 2002 hubo dos casos; en 2001, uno. 2003 fue, como se recordó aquel 25-N de hace dieciséis años, un año negro en el que S. fue la primera de tres. Aquel primer caso, con todo, se desdibujó de forma injusta: más allá de los matices de género que trabó entre una y otra parte un muro de desigualdad, se habló de las adicciones de la víctima. J., también consumidor, lo aprovechó en el juicio. «Le di a elegir entre la droga y yo; ella eligió la droga». Se declaró, también, esquizofrénico, víctima de demencia pugilística, claustrofóbico y psicótico, a pesar de los informes de los psicólogos, que le negaron la mayor.
La segunda se llamaba R. Casi treinta años le separaban de su agresor y ex novio, a quien dejara hacía meses. Las semanas anteriores a su muerte, ocurrida en la carretera a su paso por La Granja, en Salas, estuvo contenta: hacía días que ya no la acosaba a llamadas, que no insistía en volver. De un lustro de noviazgo, los recuerdos que afloraron después de que él la matase a puñaladas eran siempre dolorosos. Los ojos hinchados de llorar, los moratones. Un Xiringüelu en que quiso ahogarla. Aquel día, más de medio año antes de que se rompiera por fin la relación, al serle afeada la conducta, A. había replicado «¿Y lo que me hace ella a mí?». La mató en septiembre y acto seguido se entregó.
A. M. fue la última de aquel año. El 31 de octubre. Era la suegra de su asesino, que salió del silencio en el que estaba sumido desde hacía una semana para esperarla en su casa y matarla a cuchilladas. La policía le buscó durante días; él, en su huida, había intentado también matar a su ex mujer y a su ex cuñada. R. C. tenía impuesta una orden de alejamiento a 300 metros que no cumplió. Cuando ingresó en prisión, llamó al móvil de la mujer a la que había asesinado, para amedrentar a su ex esposa; a su ex cuñado, separado de la segunda hermana desde hacía meses, le había «prevenido» de que esta estaba residiendo en Gijón y que estaba embarazada. Ni negó, ni se arrepintió. «¡He matado a mi suegra!», dicen que gritó, exultante de alegría, el día del crimen, al llegar a su casa.
Los tres primeros casos contabilizados como de violencia de género en Asturias se resolverían con sentencias de quince a dieciocho años de cárcel para los asesinos, aunque solo el tercero fue calificado como tal. En el caso de S. y R., la Justicia no encontró indicios de que los crímenes fueran premeditados, a pesar de que la defensa trató de demostrarlo, en el segundo de los casos, basándose en ese mes de tregua que A. le había dado a la muchacha a la que, según las investigaciones del letrado, estaría planeando matar. J. fue condenado a quince años y nueve meses por homicidio y maltrato habitual, con agravantes de parentesco y abuso de superioridad. Las otras sentencias se dirimirían con quince años por homicidio con ensañamiento y alevosía en el caso de Salas y dieciocho, en el de A. M., por asesinato y malos tratos.
El 25-N de aquel año, el a la sazón senador Vicente Álvarez Areces publicó EL COMERCIO una tribuna titulada 'Mujeres: derecho a una vida sin violencia'. «Un derecho al que las mujeres no disfrutan, que se conculca a diario y se extiende más allá de lo que habitualmente se denomina violencia doméstica. Es el derecho de las mujeres a sentirse seguras, a no tener miedo en las calles, en los aparcamientos, en los ascensores. » Ni en sus casas, ni en el camino a ellas. S., R. y A. M. no fueron las primeras ni, desgraciadamente, serían las últimas en carecer de él. A dieciséis años de la tragedia cotidiana, sigue siendo necesario recordarlas. A ellas y a tantas. A cada día.
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