Luis XIV, 72 años en el trono El único monarca que llevó la Corona más tiempo que la reina Isabel El Rey Sol, nacido para deslumbrar (y para perseguir mujeres)
¿Brilló tanto como el sobrenombre que lo convirtió en leyenda? El autor de 'El compositor de tormentas' –novela que tiene al Rey Sol como protagonista– nos descubre el verdadero rostro del hombre que quiso conquistar el mundo con el arte como arma. Y el único monarca que ha superado a la reina Isabel en el trono, al haberlo ocupado 72 años y 110 días.
Lunes, 19 de Septiembre 2022
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Llegó al trono de Francia cuando sólo contaba cinco años de edad, dispuso de tres madres para sus diecisiete hijos, combatió en guerras victoriosas, dominó Europa y multiplicó las colonias, pero si de algo hubo de sentirse orgulloso en el momento de su muerte, antes de ser consumido por la gangrena que le produjeron las quemaduras del mismo Sol que le dio su nombre, fue del inmenso legado artístico que le haría brillar más allá del espacio y del tiempo. Luis XIV convirtió Versalles, un antiguo refugio de caza, en el palacio más deslumbrante del mundo conocido, sobrecogedor para los embajadores extranjeros, espléndido para los artistas que en sus jardines pintaban, esculpían y representaban música, danza y teatro. Gracias a su extrema sensibilidad, e inspirado por sus protegidos, el bien apodado Rey Sol creó un universo estético que parecía salido del mundo de los sueños.
La corte de Versalles llegó a estar compuesta por 20.000 personas. Luis XIV quería tener a todos los nobles controlados y ocupados
Sus padres, Luis XIII y Ana de Austria, consideraron un buen augurio que su primogénito naciera con dos dientes, un síntoma de precocidad y fuerza. Muerto su padre, de quien heredó la convicción de que la monarquía absoluta respondía a un mandato divino, reinó desde 1643 bajo la tutela de su madre y el gobierno del cardenal Mazarino. De éste aprendió que debía servirse de los hombres para que éstos no se sirvieran de él. Pero la lección fundamental le llegó en su adolescencia durante las dos Frondas, una suerte de guerras civiles impulsadas por miembros de la nobleza que cuestionaron su poder. En los peores momentos de la rebelión, la reina madre se vio obligada a vender sus propias joyas para darle de comer. Fue entonces cuando tomó conciencia de que debía mantener ocupados a los nobles para que no tuvieran tiempo de conspirar contra él. Había nacido el germen de su recargada corte versallesca. Sólo necesitaba un lugar en el que agruparlos y controlarlos de cerca, un lugar al que también llevaría a vivir a sus artistas, para que los hechizasen con el baile de sus pinceles y la música de sus violines y clavicémbalos.
La elección de Versalles no fue casual. Por un lado, Luis XIV sentía un especial cariño por el refugio de caza de su padre; y, además, sabía que en sus amplios terrenos cabría sin apreturas un palacio lo suficientemente grande como para acoger la residencia real y las de todos los nobles y sirvientes, una corte que llegó a estar compuesta por 20.000 personas. Se necesitaron 30 años para concluir las obras, si bien fue habitado desde el ecuador de este periodo. Al tiempo que se construían los edificios planificados por el arquitecto Louis Le Vau y por su sucesor Jules Hardouin Mansart, se desarrollaba la ingente tarea de confeccionar los jardines. Fue una empresa titánica acometida por 30.000 infantes del Ejército francés, muchos de los cuales murieron por las fiebres que contrajeron en las ciénagas que el jardinero diseñador André Le Nôtre convirtió en un vergel.
En el interior del edificio, las paredes de las estancias se iban poblando de pinturas de los más grandes artistas del barroco francés encabezados por Charles Le Brun, quien ensalzó el poder regio en incontables cuadros y murales.
A pesar de tender hacia una actitud de mayor recogimiento a medida que pasaban los años, Luis XIV nunca olvidó el extremo protocolo que mantenía alienados a los nobles, obsesionados con conseguir el menor atisbo de favor real. La maquinaria, que afectaba incluso a las acciones más cotidianas, se ponía en funcionamiento al amanecer. Cuando el primer criado, que dormía tras una cortina en la cámara dorada, percibía que el rey estaba despierto, recogía el lecho de vigilancia y avisaba al resto. Abría las puertas e iban pasando los miembros de la familia real, los príncipes de sangre y los grandes oficiales de la Corona, el médico –que examinaba el contenido de la bacinilla y la colocaba en una bandeja de plata que dos gentilhombres retiraban con solemnidad–, el chambelán –que traía el recipiente con agua bendita para que el rey se persignara–, el encargado del gabinete de pelucas… Otros nobles, reunidos en la antecámara, se disputaban el privilegio de rociarlo con agua de rosas, entregarle los útiles de afeitado o enfundarle los pantalones. Eran los escasos momentos de intimidad con él, que debían aprovecharlos al máximo si querían solicitarle alguna prebenda para sus familias.
Las fiestas versallescas eran la culminación del ilustrado proyecto del Rey Sol. Al tiempo que mantenía a los nobles esclavos de la moda, obligándolos a gastar todo su dinero en trajes confeccionados en París para cada ocasión, aprovechaba los eventos para presentar las novedades artísticas. Monsieur Félibien, el cronista oficial, derrochaba superlativos para describir las celebraciones: el número de candelabros que iluminaban las estancias, las excentricidades gastronómicas que se servían o cuántos caballos tiraban de cada carroza en los desfiles que discurrían bajo los fuegos artificiales. Se trataba de unas campañas de marketing perfectamente diseñadas para que toda Europa quedase prendada de la sensibilidad del soberano francés.
Bien podría ser recordado Luis XIV por su extrema ambición y por esas dotes de estratega que utilizaba tanto en sus círculos más cercanos como en las decisiones de Estado. Asesorado por su ministro Colbert, artífice de acertadas innovaciones económicas, trajo una época de esplendor para Francia; y tuvo una extrema incidencia en la política internacional al pretender un bloque franco-español dominado por un Borbón, una aspiración que desembocó en la Guerra de Sucesión española. Pero había algo en él tan extremo como su habilidad para manejar a sus súbditos y su inagotable ansia de poder, y era ese amor desaforado por las artes que lo llevaba a fiscalizar cada pincelada o cada pizzicato de violín. No en vano el ilustrado Voltaire lo subió a los altares, colocándolo a la derecha del emperador Augusto.
Sus festejos eran campañas de 'marketing' para que toda Europa quedase prendada de la sensibilidad del soberano francés
Quiero imaginarlo tumbado en su lecho, en la noche del 1 de septiembre de 1715, desesperado al ver cómo su cuerpo mortal se corrompía, mirando hacia atrás en su vida y convenciéndose de que todo había valido la pena. O quizá no le quedasen fuerzas para buenos recuerdos y sólo se lamentase pensando que dejaba tras de sí una vana lucha de poder por la regencia, por sus posesiones, por Francia. Pero sin duda sabía, parado frente al abismo, que si bien sus rayos estaban a punto de apagarse, el arte y la música que albergaban los muros de Versalles seguirían iluminando por siempre los corazones de los hombres que aman la belleza.
Mujeriego desde los 12 años
→ Marie de Hautefort, el primer amor. La intensa atracción que el rey Sol sentía por las mujeres afloró de forma temprana. Con tan sólo 12 años quedó prendado de esta dama de la corte que, tiempo atrás, había sido un amor platónico de su padre. Su madre, Ana de Austria, decidida a proteger la virginidad de su retoño, montó turnos de vigilancia para impedir al joven rey estar a solas con cualquier mujer.
→ Duquesa de la Vallière, la favorita. El soberano mantenía una relación prohibida con su cuñada Enriqueta, duquesa de Orleans. Para camuflar el escándalo, decidió tomar por amante a Louise Françoise de La Baume, duquesa de La Vallière, tímida dama de honor de Enriqueta, un 'desahogo' que nadie veía con malos ojos. Tuvo con ella cuatro hijos (dos sobrevivieron y fueron legitimados).
→ María Teresa de Austria, la primera esposa. Fue obligado a casarse con la poco agraciada María Teresa de Austria. Le fue infiel desde el principio, pero se decía en su descargo que fue cortés con ella.
→ Madame de Montespan, la gran amante. François-Athénaïs de Rochechuart, conocida por su belleza y su carácter arrollador, fue la verdadera protagonista de las fiestas versallescas durante la década que compartió con el rey Sol como favorita. Le dio siete hijos, que consiguió legitimar y reconocer con títulos nobiliarios. Tras verse envuelta en un turbio asunto policial conocido como el caso de los venenos (una serie de envenenamientos que salpicó a miembros de la corte), el rey aprovechó para librarse de ella. Había dejado de seducirlo. Al parecer, en el rostro de la que otrora fuera una fascinante mujer se había estampado el rictus desencajado de los celos.
→ Madame de Maintenon, la definitiva. La joven culta y encantadora que en su día fue institutriz de los hijos que el rey tuvo con Madame de Montespan se convirtió en la segunda esposa del soberano. Contrajeron matrimonio en una ceremonia secreta celebrada tras la muerte de María Teresa. Consiguió hacer aflorar la parte más piadosa de Luis XIV, logrando que incluso controlase su adicción a las mujeres.
Los protegidos 'absolutos' del rey
MOLIÈRE, el 'bufón' de la corte. Iba para tapicero real, como su padre, pero su pasión por el teatro lo llevó a ser el dramaturgo y actor más aclamado. Tras hacer reír al rey con Las preciosas ridículas, se permitió abordar temas vetados, como la hipocresía de los estamentos religiosos.
ANDRÉ LE NÔTRE, el jardinero fiel. El jardinero que diseñó el edén versallesco fue una de las poquísimas personas que consiguió trabar una verdadera amistad con el soberano. Todos lo consideraban un genio, pero él rechazaba la adulación y se autodenominaba el 'artista de las tijeras de podar'.
JEAN-BAPTISTE LULLY, el ritmo de Versalles. Siendo joven compartió escenario con el rey como bailarín y ya no se separaron. Compositor y renovador de la ópera ballet, la música y su fuerte carácter le causaron la muerte: marcaba el ritmo con su bastón, se atravesó el pie y lo consumió la gangrena.
CHARLES LE BRUN, el guardián del buen gusto. Los cuadros que realizó para el cardenal Richelieu cuando tenía 15 años lo catapultaron a la fama. La pompa que imprimía a sus lienzos y su refinado corte clasicista gustaron al rey, que lo acogió en Versalles. Llegó a fiscalizar todo lo que se pintaba o esculpía en palacio.
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