Viernes, 04 de Abril 2025, 09:51h
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Decíamos en un artículo anterior que hay que despreciar a los sollastres que andan siempre lloriqueando al modo de riegos por aspersión; pero también debemos desconfiar de esos hombres que, por dárselas de muy viriles, afirman que no lloran nunca.
Si nos asomamos a nuestra literatura, descubriremos que algunos de los modelos más cabales de varón lloraron sin rebozo cuando la ocasión lo requería. Así le ocurre a Mío Cid, a quien el poema fundacional de nuestra literatura retrata por tierras de Burgos, vestido de hierro, de «los sus ojos fuertemente llorando». Es muy conmovedora esa imagen del guerrero curtido en mil batallas que llora camino del destierro, sin poder enjugarse el llanto (salvo que lo hiciera con guantelete de malla). Don Quijote creo que no llega a llorar nunca ante el lector, aunque le anuncia que hará «lloros y sentimientos» en su penitencia de Sierra Morena; y son muchas las veces que se conmueve, más ante las desgracias ajenas que ante las propias. Sancho Panza, por su parte, llora al menos en dos ocasiones por amor a su rucio; y por supuesto también mientras su amo agoniza, pidiéndole que viva muchos años.
Cuando proceden de los manantiales del dolor genuino, las lágrimas ennoblecen
Aunque en la poesía las lágrimas siempre nos parezcan más figuradas, todos nuestros poetas del Siglo de Oro lloraron sin recato. Salicio y Nemoroso ponen estribillo a la primera égloga de Garcilaso con aquel apóstrofe célebre: «¡Salid sin duelo, lágrimas, corriendo!». Por mal de amores llora Lope en uno de sus sonetos más populares («Quiero escribir, y el llanto no me deja, / pruebo a llorar, y no descanso tanto, / vuelvo a tomar la pluma, y vuelve el llanto, / todo me impide el bien, todo me aqueja»); y también lo hace, mucho menos retóricamente, en un memorable soneto religioso, ante una imagen de Cristo crucificado: «Ya me volvía sin decirle nada / y como vi la llaga del costado, / paróse el alma en lágrimas bañada. / Hablé, lloré y entré por aquel lado, / porque no tiene Dios puerta cerrada / al corazón contrito y humillado». Menos expansivo que Lope, más atormentado y pesimista, es el llanto de Quevedo: «La gente esquivo y me es horror el día; / dilato en largas voces negro llanto / que a sordo mar mi ardiente pena envía. // A los suspiros di la voz del canto. / La confusión inunda el alma mía. / Mi corazón es reino del espanto». Y en la noche de Viernes Santo lanza su reproche al hombre que no derrama lágrimas ante Cristo en la sepultura: «De piedra es, hombre duro, de diamante / tu corazón, pues muerte tan severa / no anega con tus ojos tu semblante. // Mas no es de piedra, no; que si lo fuera, / de lástima de ver a Dios amante, / entre las otras piedras se rompiera».
No era de piedra, ni tampoco de diamante, el corazón de nuestros poetas románticos, en especial el de Bécquer, cuyas Rimas con frecuencia dejan asomar el llanto (y no sólo el de la amada): «¿No sentiste una lágrima mía / deslizarse en tu boca? / ¿Ni sentiste mi mano de nieve estrechar a la tuya de rosa? // Para poder poner ante tus plantas / la ofrenda de mi vida y de mi amor, / con alma, sueños rotos, risas, lágrimas, / hice mis versos yo». Y entre los poetas del 27 siguieron fluyendo las lágrimas: a veces para desahogar las rudas tempestades de un corazón adolescente, como le sucede a Miguel Hernández («Lluviosos ojos que lluviosamente / me hacéis penar: lluviosas soledades…»); a veces para despedir al amigo muerto, como hace Lorca en su sobrecogedor epicedio a Sánchez Mejías («Yo quiero que me enseñen un llanto como un río / que tenga dulces nieblas y profundas orillas, / para llevar el cuerpo de Ignacio y que se pierda / sin escuchar el doble resuello de los toros»); a veces, en fin, para llorar el asesinato de quien fue la poesía encarnada, como hace Dámaso Alonso: «Ay, fuente de las lágrimas, / ay, campos de Alfacar, tierras de Víznar. / El viento de la noche, / ¿por qué os lleva la arena, y no la sangre? / ¿por qué entrecorta el agua cual mi llanto?».
Hay muchos dolores morales que justifican las lágrimas en el hombre; y alguno de ellos tan místico como el que cuenta fray Luis de Granada en su Libro de la oración y meditación de un abad llamado Isidoro: «Estando una vez comiendo, no se podía contener las lágrimas, y preguntado por qué lloraba, respondió: ‘Lloro porque me avergüenzo de estar aquí comiendo manjar corruptible de bestias, habiendo sido criado para estar en compañía de ángeles y comer con ellos el mantenimiento divino’». Asombran las delicadas razones por las que antaño podían llorar los hombres; pero asombran todavía más las razones chisgarabíticas por las que lloran en esta época sórdida y sensiblera.
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