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Mi hermosa lavandería

Lotería

Isabel Coixet

Sábado, 21 de Agosto 2021, 01:25h

Tiempo de lectura: 2 min

Nunca me han gustado los juegos de azar. Poseo una mentalidad pseudocalvinista: hay que ganarse las cosas con trabajo y esfuerzo, lo demás no tiene valor; sangre, sudor y lágrimas, etc., etc. Loterías, bonolotos, cupones, tómbolas o peregrinas inversiones en criptomonedas se me antojan maneras obscenas de ganar dinero.

No entiendo el atractivo del bingo o del casino. Nada me parece más aburrido que la bolita que salta por los números de una ruleta hasta el punto de que una vez que se me ocurrió acompañar a un amigo jugador a Montecarlo, creyendo que sería un lugar mítico en el que contemplar a gusto la gran comedia humana, y me quedé dormida en un sillón, cerca de la mesa de blackjack. Tuvieron que llamarme la atención mientras mi amigo perdía la camisa (que afortunadamente no era la única que tenía).

Cuando en Navidad alguien me ofrece un billete o décimo, lo compro y luego me olvido, hasta que caduca y lo encuentro arrugado y con los colores desvaídos en el fondo de un bolso

Cuando llega la Navidad y alguien me ofrece un billete o décimo, lo compro y luego me olvido, hasta que caduca y lo encuentro arrugado y con los colores desvaídos en el fondo de un bolso. ¿Quizás inconscientemente pienso que, de recibir inopinadamente una desorbitada cantidad de dinero, me iba a perjudicar? ¿Me pongo el esparadrapo antes de la herida? Nunca lo sabré.

Sin embargo, hay dos grandes relatos sobre la lotería en los que pienso a menudo. Uno es La lotería, de la gran Shirley Jackson. En un pequeño pueblo de un lugar de América, cada año sus 300 habitantes celebran una tradición: se reúnen todos en la plaza, como hicieron desde tiempos inmemoriales sus antecesores, alrededor de una caja negra que el alcalde ha colocado en un taburete. Cuando empieza la lotería, los jefes de cada familia se acercan para sacar un papel de la caja. Mientras tanto, una mujer protesta porque no le han dejado bastante tiempo a su marido para escoger el papel, y el lector va dándose cuenta de que el objetivo de la lotería es mucho más siniestro que el sorteo de un lote de alimentos o una vaca.

Cuando el relato se publicó en The New Yorker, en junio de 1948, provocó una ola de indignación y muchos suscriptores abandonaron la revista. Hoy está considerado como uno de los grandes relatos de la literatura norteamericana y las preocupaciones de Shirley Jackson sobre el antisemitismo latente que pueden sacarse del relato han sido objeto de incontables estudios.

Otro relato, este real, aparece en el libro póstumo de Marceline Loridan-Ivens C'était génial de vivre, alguien a quien admiro profundamente y de la que ya he hablado en otras ocasiones. Cuenta la autora, superviviente del campo de concentración de Birkenau, donde falleció su padre, que en unas vacaciones en Nápoles en los años sesenta empezó a hablar con un grupo de chavales. Uno de ellos le preguntó por el número que llevaba tatuado en el brazo, Marceline le respondió que era el número que le habían tatuado los oficiales nazis cuando entró en Birkenau junto con miles de prisioneros judíos más. El chaval, ni corto ni perezoso, sacó un bolígrafo y apuntó el número en un papel. «Para la lotería nacional –dijo–, a ver si me da suerte...».

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