Viernes, 07 de Febrero 2025, 10:02h
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Y en ésas, tatatachán, cuando parecía que todo iba a ser industrialización, paz y progreso, la historia de Europa tuvo un sobresalto aún más bestia que el de la revolución del 48, porque en Francia iba a liarse una pajarraca de veinte pares de narices: lo que se llamó la insurrección, drama o tragedia de la Comuna. Todo se puso a punto de nieve durante la guerra franco-prusiana, cuando la capital estuvo asediada por la invasión enemiga (de ahí viene el viejo dicho de que las carreteras francesas están bordeadas de árboles para que los alemanes puedan invadirlos a la sombra) y se hizo una leva masiva de ciudadanos para defender París, como en tiempos de la Revolución Franchute. Ése era el espíritu del momento, calentado por movimientos populares, clubs de nostalgia revolucionaria, periódicos, folletos, banderas y toda la parafernalia jacobina y patriótica. Con el detalle añadido de que, al cesar por la guerra numerosas actividades industriales y comerciales, mucha gente dependía de la paga como milicianos de la Guardia Nacional para dar de comer a la familia. En tan delicada coyuntura, con el humillante desastre militar francés que mandó al carajo a Napoleón III y la anexión por parte germana de dos provincias gabachas, Alsacia (por eso mi tatarabuelo Gaspard Joseph Replinger fue alemán durante una temporada) y parte de Lorena, el gobierno de la República, ahora en manos del moderado Adolfo Thiers, se vio acosado por los jefes de batallón de la Guardia Nacional; que, muy venidos arriba, preguntaban qué hay de lo mío y consideraban al presidente de la Asamblea un mierdecilla de campeonato. Así que, con el fin de la guerra, la supresión de pagas a los guardias nacionales y la cancelación de moratorias en el pago de alquileres encendieron la cólera de los barrios pobres de la ciudad, donde en marzo de 1871 estalló una insurrección que pretendía reemplazar al gobierno por una Comuna de París al estilo de la movilización jacobina de antaño. En ese ambiente de cabreo general, Thiers no se mostró muy hábil, y la orden dada al ejército regular de requisar los 227 cañones que custodiaba la Guardia Nacional desató el desparrame: parte de los militares confraternizó con los milicianos, dos generales fueron hechos picadillo, Thiers tomó las de Villadiego (las de Versalles, en concreto) y el comité central de la Guardia Nacional, sin pretenderlo siquiera, se encontró dueño de la ciudad y al frente de una importante milicia armada. Historiadores modernos como Bernstein y Milza sostienen que fue algo muy lejos de la revolución proletaria que los marxistas han querido ver en la comuna de París, y lo cierto es que el comité fue escasamente revolucionario: queriendo regresar a los valores de 1789, organizó elecciones limpias con intención más reformista que comunista, incluidas libertad de enseñanza, anticlericalismo y ayudas para la clase trabajadora. La vida parisién siguió su curso, reabrieron los comercios, la gente iba a los teatros y tal; pero poco a poco las disensiones políticas complicaron el panorama, extremistas y radicales se impusieron, y el exiliado gobierno de Thiers, resuelto desde Versalles a recobrar la perdida autoridad, reorganizó el ejército para lanzarlo contra la ciudad, primero asediándola y luego penetrando en ella, con una despiadada guerra civil que alcanzó extrema ferocidad por el abandono de toda conducta civilizada. La barbarie y el salvajismo triunfaron en ambos lados, escribe el historiador Grenville. Y así fue: barricadas, combates callejeros, terror en la ciudad, incendio de las Tullerías y el Ayuntamiento, asesinato del obispo de París, matanza de rehenes y prisioneros, fusilamiento sin juicio previo de casi 20.000 personas... El pifostio fue de padre y muy señor mío, y los últimos combates, que tuvieron lugar en el cementerio del Père-Lachaise, acabaron con la ejecución de los communards vencidos en el llamado Paredón de los Federados. Tampoco la inmediata represión se quedó corta: 40.000 detenidos, 13.000 deportados a Argelia y Nueva Caledonia, y el movimiento obrero francés aniquilado casi hasta finales de siglo. Con el detalle importante de que, desconfiando burgueses y campesinos de las intenciones de la Comuna, y con casi todo el país aplaudiendo su aplastamiento (los franceses tuvieron siempre el corazón a la izquierda y la cartera a la derecha, en magistral definición del periodista y escritor español Raúl del Pozo), la posibilidad de un retorno al régimen monárquico quedó excluida para siempre, y la idea de un republicanismo parlamentario burgués, moderado, sin excesos ni sobresaltos progresistas, se fortaleció del todo. Como afirmó el propio Thiers, la III República francesa será conservadora o no será.
[Continuará].
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