A veces me pregunto si somos de veras conscientes de en qué manos estamos. Me refiero a la informatización y robotización de nuestra vida. De pronto se funden los plomos, o se estropea un ordenador, y todo se va a tomar por saco mientras nos quedamos con cara de idiotas, sin dinero, sin calefacción, sin aviones, sin trenes. Sin nada. Cuando en mi pueblo se desparrama la máquina electrónica de la oficina de Correos, por ejemplo, no pueden echarse las cartas porque ya no hay sellos de los de salivilla y puñetazo, y hay que ir al estanco. Así, todo. Cada vez más. Y encima, todos los nuevos sistemas terminan en surrealismo puro. Hasta subirse a un autobús. Antes llamabas a la central, te decían a qué hora salía, comprabas el billete y punto. Fácil, ¿verdad? Bueno, pues ya no es así. Si llegas a la terminal y está estropeado el ordenador —se ha caído, te dicen impasibles—, no puedes comprar billete aunque el autobús esté a punto de largarse. En cuanto a las reservas por teléfono, los diálogos para besugos que puedes mantener con voces enlatadas son antológicos.
«Este es un sistema automático con el fin de facilitar su consulta, etcétera. Espere un momento, por favor». Cielo santo, me digo. Mal empezamos
Juzguen ustedes mismos. Ayer viví en persona humana uno de esos momentos inolvidables que nos depara la tecnología. El hombre contra la bestia. Quería informarme sobre viajes a Santiago de Compostela, así que descolgué el teléfono y marqué el número de una compañía de autobuses. Ring, ring. Voz femenina y enlatada al canto: «Este es un sistema automático con el fin de facilitar su consulta, etcétera. Espere un momento, por favor». Cielo santo, me digo. Mal empezamos. Presa de fúnebres presentimientos, espero paciente, con el auricular pegado a la oreja. «Diga de qué se trata su consulta». Viajar, apunto. En autobús. «Espere un momento, por favor». Espero como treinta segundos. Al fin suena de nuevo la voz electrónica de la torda: «¿A dónde desea viajar?». Mañana a Galicia, respondo tímido y un poquito acojonado, la verdad. «Espere un momento, por favor». Pasan diez segundos, o así. «No le hemos entendido la pregunta», dice la fulana. «¿Puede repetirla?». Santiago de Compostela, preciso. «Sí», afirma la voz. Y luego añade: «Espere un momento, por favor». Espero uno y varios momentos, con resignación jacobea. Todo sea por salvar mi alma, pienso. Compostela. El botafumeiro, la empanada de vieiras y todo eso. Galicia. Manolo Rivas. Fraga. El Prestige. Álvarez Cascos, que se ha ido de rositas. Empiezo a divagar. Llevo ya minuto y medio al teléfono. Por fin me atiende de nuevo la pava: «No le hemos entendido la pregunta. ¿Puede repetirla?». Decido cambiar de táctica. Dígame el horario de taquillas, demando. «Espere un momento, por favor».
Al cabo de unos veinte segundos, aproximadamente, regresa Robotina: «El horario es de seis a una», dice. Me quedo pensando, desconcertado. ¿De la noche o de la mañana?, inquiero. «Espere un momento, por favor». Espero otro rato, y al poco regresa mi prima y me suelta, imperturbable: «Los horarios a Tarragona son: las ocho normal, las doce en supra, las cuatro en normal, las seis en supra». O algo por el estilo. Empiezo a mosquearme. Oiga buena mujer, digo. No perdamos la dulzura del carácter. Yo pregunto por Compostela, no por Tarragona. ¿Capisci? «Espere un momento, por favor». Y al rato: «El horario a Barcelona es a las nueve normal, a las catorce supra, etc.». Mi curiosidad se impone al cabreo. ¿Qué puñetas es supra?, pregunto. «Espere un momento, por favor». Y treinta segundos después: «No le hemos entendido la pregunta. ¿Puede repetirla?». Puedo repetir y repito, digo. Quiero saber cuál es la diferencia entre normal y supra. «Espere un momento, por favor». Espero. Al rato: «¿Tiene alguna pregunta más?». Ni harto de vino, digo. Si me contestáis ésa, que lo dudo, ya me doy con un canto en los dientes. «Espere un momento, por favor». Y al rato: «No hemos entendido la pregunta. ¿Puede repetirla?». Ahora sí que me cabreo de verdad. Ese plural. Quiénes, a ver, pregunto. Que den la cara. Quién cojones no ha entendido la pregunta. Tú y quién más, peazo perra. «Espere un momento, por favor». Quince segundos de espera. «Diga de qué trata su consulta». Decido tirar la toalla. Nada, respondo. No tiene la menor importancia mi consulta, la verdad. Era una tontería, ahora que lo pienso. Pensaba ir a Santiago de Compostela, pero se me ha quitado la ilusión. En realidad llamo para acordarme de vuestra puta madre. «Espere un momento, por favor». Pasan quince segundos. «¿En qué otra cosa podemos ayudarle?».
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