Sexo y propaganda en la casa del lago
Secciones
Servicios
Destacamos
Sexo y propaganda en la casa del lago
Viernes, 13 de Septiembre 2024
Tiempo de lectura: 7 min
Un hombre paseaba con una niña pequeña de la mano. Era Joseph Goebbels con una de sus hijas. Me saludó, muy amable, y me dijo que acababa de comprar la propiedad de al lado (no era cierto; las autoridades se la habían cedido en usufructo). Tenía una voz encantadora», recordaba la actriz Lída Baarová en sus memorias.
Era el verano de 1936. Baarová, de 21 años, una estrella del cine checo, había sido fichada por la UFA, la mítica productora germana, que la promocionaba como la nueva Marlene Dietrich. Rubia, atlética, alegre… Encarnaba el ideal de la mujer aria. Vivía con el actor alemán Gustav Froehlich, su pareja, en una casa campestre junto a los estudios Babelsberg, muy cerca de la villa de los Goebbels. Pero la estampa familiar del ministro aquel día era engañosa. El jerarca rara vez llevaba a su esposa, Magda, y a sus seis hijos a la villa del lago Bogen, pues la había convertido en un picadero para sus citas sexuales desde que la recibió, en enero de ese mismo año.
Fue un regalo de la ciudad de Berlín al todopoderoso ministro de Propaganda de Hitler por su 39 cumpleaños. El obsequio consistía en el disfrute de por vida de la Haus Am See. «Una casita sencilla a orillas del lago Bogen», según la describió Der Angriff, el diario oficial nazi, que la pintaba como un monumento al ideal germánico de austeridad. En realidad, era un complejo de edificios que incluía un palacete de 30 habitaciones, atendido por 17 sirvientes, con sala de conferencias, búnker subterráneo, embarcadero y jardines que se pierden en un bosque frondoso, además de un barracón que alojaba al pelotón de la SS encargado de la vigilancia. Todo pagado con el erario público: 2,3 millones de marcos de la época (hoy rondaría los 60 millones de euros).
Pues bien, la municipalidad berlinesa, que es la dueña de 'villa Goebbels' desde la reunificación alemana en 1990 –incluida la ampliación realizada durante los tiempos de la RDA para albergar un centro de adoctrinamiento de las juventudes comunistas–, quiere regalarla de nuevo. Tanta generosidad se debe a que lleva 24 años intentando venderla, pero nunca encontró comprador, y menos uno apropiado (un grupo neonazi sí que estuvo interesado). Y las autoridades ya no saben cómo quitársela de encima. Además, su mantenimiento anual cuesta 280.000 euros, lo que no impide que los edificios estén abandonados. Para rehabilitarlos, habría que invertir unos cien millones. Pero ese no es el único problema.
Los muros levantados en ese bosque de cuento de hadas y ese lago azulísimo han sido testigos de los horrores del pasado. Y, en Alemania, los espectros de las dos pesadillas totalitarias del siglo XX, nazismo y comunismo, siguen helando la sangre. «Es un recuerdo doloroso. Abarca dos dictaduras consecutivas. Eso explica que sea tan difícil encontrarle un uso», explica el historiador Gerwin Strobl.
«Esto sí que son vacaciones. Todo es silencio aquí, un remanso de paz y soledad», escribió Goebbels en sus diarios en 1936, agotado tras organizar los Juegos Olímpicos. Una soledad relativa. Lejos de su familia, podía dar rienda suelta a sus dos compulsiones: escribir y seducir. Goebbels encontró el refugio perfecto para alternar la redacción de sus discursos y diarios (43.000 páginas) con sus conquistas amorosas.
De niño, la polio y una operación frenaron su crecimiento y le dejaron una cojera de por vida. Lo compensó con una personalidad narcisista y un donjuanismo empedernido. Hitler lo reclutó como jefe de campaña. Goebbels fue un adelantado de las fake news. «El pueblo alemán desea, en el fondo, que lo engañen», decía. Organizó quemas de libros e hizo instalar altavoces en las fábricas y en las cervecerías para que los alemanes no se perdieran los discursos del Führer. Sus diarios revelan una obsesión por el control: desde la cantidad de patata en las raciones hasta el peinado de las féminas. Se negaba a descansar. Hasta que tuvo la 'casita' del lago…
Entonces se relajó. De los gastos se ocupaba la UFA, que los nazis habían nacionalizado. Como ministro de Propaganda, Goebbels era el mandamás. Y en aquel lago tenía a su disposición a un carrusel de jóvenes actrices, maquilladoras y peluqueras. «Me hierve la sangre cuando veo una hembra y corro tras ella», escribió. En la UFA lo llamaban «el cachondo cabrón», en referencia a la cabra que era el sello del estudio, en competencia con el león de la Metro.
La bella Baarová se convirtió en la amante de Goebbels, que le doblaba la edad. «Sus intenciones son serias», escribió la actriz, que se había mudado a Berlín e incluso tomaba el té con Hitler. Los fines de semana, el ministro enviaba un chófer a recogerla y la conducía a la propiedad. La pareja nadaba y tomaba el sol en la terraza de la Blockhaus (la casa de madera). En invierno se quedaban junto a la chimenea. «Goebbels tocaba el piano para mí. Sus manos se deslizaban seguras sobre el teclado», rememoraba.
Fueron dos años de idilio que terminaron en 1938, cuando la esposa de Goebbels se enteró de la aventura. Con la complicidad del personal de servicio había compilado una lista de las mujeres que pernoctaban en la villa. Cuando descubrió que Baarová era una habitual, Magda abofeteó a su marido y le pidió explicaciones. Goebbels le pidió el divorcio. Pasmada, Magda solicitó audiencia con Hitler, que no permitía escándalos. «Si es necesario, renunciaré a mis cargos, pero no puedo vivir sin ella», escribió Goebbels en su diario. Pero el affaire coincidió con la cuestión de los Sudetes, un territorio checoslovaco que Alemania estaba a punto de anexionarse. Goebbels, disciplinado, acató la voluntad del Führer. «Me inclino y sacrifico mi bienestar y mi felicidad al pueblo alemán. Ahora ocupo mi tiempo con el trabajo. Esa es la mejor medicina», dejó escrito.
No obstante, Baarová comentó que Goebbels seguía mostrando interés en ella. La Gestapo zanjó el asunto metiéndola en un avión con destino a Praga. Después de la guerra fue detenida por los aliados y condenada a muerte por colaboracionismo. «Fui una ingenua. No tenía conciencia política», se defendió. Un admirador influyente, agente teatral, intercedió por ella y recibió el indulto en 1946. Se casaron y viajaron juntos por España y Argentina. Murió en Salzburgo (Austria) a los 86 años; sola y enferma. Se quejaba de que el estigma la persiguió toda la vida. «Rompí todas nuestras fotos juntos», escribió. Goebbels había profetizado en sus diarios: «Soy una maldición para las mujeres. ¡Pobre de la que se enamore de mí!». Por su parte, el matrimonio Goebbels se quitó la vida en 1945, tras el suicidio de Hitler, pero antes envenenó a su prole «para que no la eduque el enemigo».
¿Qué hacer con la villa? «O nos la quita de las manos un inversor privado o la derribamos antes de que se convierta en un lugar de peregrinación», sentencia el senador Stefen Evers. Un rabino propone «un museo contra el odio». Y hay una oferta para abrir un spa. Después de todo, en el refugio alpino de Hitler han montado un restaurante.