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Mucho antes de que la gente aprendiera a esconderse en los teléfonos, los neoyorquinos ya eran expertos en esquivar miradas y mirar sin mirarse. Bajar en el ascensor sin dar ni los buenos días y viajar el metro a hora punta como si fueran solos. En esa ciudad donde se puede vivir toda la vida sin conocer al vecino, Gary Fairweather enciende la barbacoa todos los viernes y abre la puerta a los amigos que quieran visitarle en Brooklyn.
Eso explica que la cultura española le haya venido como anillo al dedo. Allí donde el café es una excusa para socializar y las cervezas se beben sobre barriles, Gary se siente como en casa. Eso no quita que cuando el padre de Ana Nieto le entregó a su hija en el histórico Ayuntamiento de Toledo, a la madre se le encogiera el corazón. «Ahora si que no vuelve», suspiró. Once años después de que este matrimonio mestizo diera vida al Nieto más caribeño de la familia, una parte de su profecía se ha hecho realidad, porque la hija pródiga sigue viviendo al otro lado del océano. «Pero si fuera por Gary ya nos habíamos mudado a Madrid», asegura Ana.
Y no es que a ella le falten ganas. «Aquí todo es más fácil», cuenta desde Madrid. Lo único que le sobra es realismo para saber que no es oro todo lo que brilla en vacaciones, ni resulta fácil encontrar trabajo en España. A Gary le cuesta más arrastrar de Ana a su Jamaica natal, pero tampoco es que lo intente mucho. Se compran los billetes de Navidad a la vuelta del verano, y los de las vacaciones estivales a salto de mata, porque este año no hay anticipación que haya podido conjurar las desorbitadas tarifas del boom de viajeros que intenta recuperar el tiempo perdido de la pandemia.
Ana y su hijo Lucas se cruzan estos días la piel de toro entre Cantabria, Madrid y Alicante, mientras que Gary hace de Rodríguez en la casa de Brooklyn, donde le falta su reina y un adolescente al que reñirle. Legalmente los estadounidenses no tienen más que diez días de vacaciones, que van aumentando con la prima de antigüedad. A estas alturas Gary podría cogerse cómodamente su mes de vacaciones en verano y dos semanas en Navidad, pero le gana el sentido de la responsabilidad, «malentendido», opina su mujer, sin acritud, y el temor a la pila de trabajo que se encontraría sobre la mesa.
A Ana no le importa. Todos los matrimonios necesitan un poco de aire. Esa ausencia le da la oportunidad de dedicarle tiempo a sus amistades españolas, a sus padres y a la pila de sobrinos que han ido creciendo a expensas suya. Ninguno se ríe nunca de Lucas, por mucho que no quiera «un lechuga en la ensalada» o esté esperando «la coche». «Pero no es solo en la familia, nadie se ha reído nunca de él, ni le ha corregido, ni le toma el pelo porque se encalle en una palabra o confunda los masculinos con los femeninos», explica su madre. «Lo más que le pasa es que cuando empieza una frase en español y la termina en inglés su prima le dice «esa última parte no la he entendido'. Y se acabó».
Lucas, como su padre, es un animal social que no tiene problemas en hacer amigos, pero al final los suyos están en Brooklyn. Por eso coge las vacaciones a España con ilusión y se vuelve a casa con ganas. Le esperan dos semanas de campamento, «si no se aburriría sentado en casa, porque nosotros estaremos trabajando y todos los niños en campamentos, no es que queden para salir», aclara su madre. A la economía familiar le costará alrededor de 900 dólares, y eso porque ya lleva cinco años acudiendo al mismo y le hacen precio. «Es el más barato al que le mandaría», aclara. Eso explica que sea más asequible irse con él de vacaciones a España, por caros que estén los billetes, que pagarle el campamento todo el verano.
Para quienes viven en el 'sálvese quien pueda' del capitalismo estadounidense, la educación pública, la sanidad universal y otras perlas del estado del bienestar son los grandes atractivos que les hacen pensar en una vida mejor en España, más allá de un sueño de verano, allá donde el mar no se puede concebir, donde regresa siempre el fugitivo. Pongamos que hablo de Madrid.
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