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Etapa 2 Neda-Pontedeume. En total 13 kilómetros, la etapa más corta de toda la ruta.
Me duelen las piernas, me duelen los brazos, me duelen los ojos, me duelen las manos. Y la cadera, claro. Hoy no me puedo levantar, pero hay que seguir. Nos espera la etapa Neda-Pontedeume; sobre el papel, 13 km llevaderos. Luego comprobaré que la práctica, una vez más, hará saltar la teoría por los aires.
En el desayuno nos topamos con las actrices. El pueblo es estupendo para la introspección, el autoconocimiento y enterrarte en vida, convenimos mientras desayunamos como una jauría de hienas hambrientas. Guardo en la mochila las pocas galletas que sobran, no sea que se repita lo de Neda. Oficialmente, me he convertido en mi abuela, que se comía el pan del día anterior porque se negaba a tirarlo. «Si hubierais pasado una guerra haríais lo mismo», decía pegándole bocados a un currusco duro y seco. Pero las batallas se libran de formas distintas: en mi caso, cada verano es un Vietnam.
Es una mañana cubierta, fresquita. El tiempo es la conversación recurrente entre los que venimos del sur. «Hemos salido de Córdoba a 42 grados», nos dicen unos jubilados con aspecto de anuncio de Corega con los que nos cruzamos nada más salir del hostal. Porque ya estamos andando. O intentándolo: siento el cuerpo agarrotado, oxidado; cada paso es una tortura. Curiosamente, al cabo de un par de kilómetros, los engranajes empiezan a funcionar de nuevo.
Pero, si la felicidad dura poco en la casa del pobre, el brío dura aún menos en la casa de la asténica: hay subidas infernales y bajadas vertiginosas. Que era una ruta de intensidad baja, decían las guías. Válgame. No quiero ni pensar en las cuestas de mañana para salir de Pontedeume, a las que califican de «exigentes». Valiente eufemismo.
Hemos cambiado la ría de Ferrol por la de Ares, y la vamos bordeando bajo bóvedas de eucaliptos que impiden el paso del sol, atravesando bosques de helechos salpicados de manzanos, castaños y riachuelos. Los árboles nos aíslan de la civilización hasta que, de repente, el sendero desemboca en una carretera de tráfico infernal, o en un supermercado que, chulángano, se yergue frente a nosotros. El cambio de plano de lo silvestre a lo urbano es por corte brusco, sin fundido alguno.
En los tramos de calzada, huérfanos del cielo protector de los eucaliptos, el sol pica. Mucho. El día se ha despejado y el calor funde el asfalto. Literalmente: las huellas de nuestras zapatillas y de nuestros bastones se han quedado, impresas, en algún punto entre Neda y Pontedeume. El trayecto se hace eterno. Veo con envidia cómo mi santo y su hermano, adaptados genéticamente al medio con unos gemelos que les permitirían subir el Aconcagua a la pata coja, afrontan las cuestas del monte Marraxón como si tal cosa. Para Isa es un poco más duro, pero tampoco se queja.
Yo, por el contrario, me ahogo. Pero siempre hay alguien peor que tú: nos precede un alemán de mediana edad que para cada dos metros, se agacha, apoya las manos sobre sus rodillas y resopla como un buey herido. La hija, con ese desapego propio de la juventud, sigue su camino. «Id más despacio: dejemos agonizar a ese hombre en paz, sin añadir la humillación de tener que hacerlo en público», le pido a los míos. En realidad, quiero parar porque me falta el aire, la respiración, la vida.
Por el camino, sobre un murete, encontramos una nevera de camping con botellines de agua fresca, y cajas con galletas y bocadillos. De una pared cuelgan conchas del peregrino y una hucha de hojalata en la que dejar dinero a cambio del refrigerio. No sé si el avituallamiento lo han colocado allí los vecinos, los duendes o los Ángeles del Camino, una gente que ofrece un kit kat a los caminantes, pero lo agradezco. Reponemos fuerzas: aún nos queda un buen trecho para alcanzar la meta.
Derrengados, llegamos a Pontedeume. Justo antes hay un inmenso pinar que desemboca en la playa de la Magdalena. Los bañistas se arraciman para comer a la sombra de los pinos, pero nosotros, mediterráneos perdidos, nos tiramos como locos al primer chiringuito que vemos: después de comer ya cruzaremos el imponente puente sobre el Eume. Nos quitamos las zapatillas y hundimos los pies en una arena blanca y finísima mientras le pegamos el primer trago a la cerveza y la primera calada al cigarrillo. Es lo más parecido a la felicidad que he experimentado jamás.
Pontedeume es un pueblo pizpireto, consciente de su encanto y su donaire. Desafortunadamente, no podemos quedarnos a dormir porque la agencia no nos ha encontrado hostal, así que damos un paseo, tomamos un café y regresamos a Neda. Nos recoge un taxista, que orgulloso, nos cuenta que su hija ha hecho el camino catorce veces. «Eso le viene por el abuelo, que iba de Ferrol a Santiago en un día. Salía a las tres de la mañana y llegaba a las ocho de la tarde», dice.
Me bajo del taxi muerta, machacada, acabada. Antes de caer redonda en la cama, pienso en el suegro del taxista: en 17 horas, y a una media de 5 km, es imposible cubrir la distancia que separa Ferrol de Santiago. Me da a mí que el hombre se iba de picos pardos vestido de peregrino. También rumio algo que me inquieta, me atormenta y me perturba: aunque destrozada, siento un extraño sentimiento de satisfacción. A ver si es que, a mi edad, voy a caer en eso de la superación personal y tonterías por el estilo. Miedo me doy.
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José A. González y Álex Sánchez
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