El santo barroco
Relato de humor ·
Le rogué que fuera a visitar a su devota. En sus ojos brilló por un instante esa luz oscura que tantas veces he visto en los espíritus maléficosSecciones
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Relato de humor ·
Le rogué que fuera a visitar a su devota. En sus ojos brilló por un instante esa luz oscura que tantas veces he visto en los espíritus maléficosEstaba yo en casa de F., una señora muy dada a las aficiones ocultistas y teosóficas que solía organizar veladas para especular sobre cualquier fenómeno inexplicable, con la amenización de invocaciones a espíritus o lo que se terciara, cuando noté que una dama de mediana ... edad me hacía señas. Siempre he sido torpe para revolotear entre faldas, de modo que no me di por reclamado. Pero, cuando la concurrencia procedió a degustar el ambigú dispuesto por la anfitriona, aquella mujer me abordó: «Usted es el único que puede ayudarme». Le sugerí la posibilidad de que me confundiera con otro. Según supe al momento, ella creía estar hablando con Luis Godoy, vidente, médium y conferenciante de temas parapsicológicos. Es decir, yo.
Lo que pretendía de mí era una intercesión ante san Simeón el Estilita, aquel tarado que se pasó 37 años encaramado a una columna y al que ella debía muchas gracias, entre las que se contaba la de ayudarla a soportar, mediante su ejemplo de soledad ascética, las consecuencias de su viudedad temprana. Zanjé el asunto recomendándole que persistiera en sus oraciones, pues las divinidades de escasa fama y prestigio se dejan enternecer por la tenacidad de sus devotos.
No volví a tener noticia suyas hasta pasadas tres semanas.
Estaba yo en mi biblioteca cuando, antes de que mi sirvienta pudiera anunciarme la visita, me vi frente a aquella mujer. «San Simeón no ha venido», sollozó. Logré tranquilizarla y hacer que al poco se marchase, aunque sin poder esquivar una cita para el día siguiente. Cita que no tendría nada de particular si no debiese acudir a ella una terna estrafalaria: la devota de san Simeón, el santo Simeón y yo.
Al día siguiente, a la hora acordada, llamó al timbre. Recorrió la biblioteca con mirada ansiosa y no pudo ahogar un suspiro desesperanzado al no ver por ningún sitio la silueta nimbada del santo. «Lo siento. San Simeón está ilocalizable», le dije, por rebajar la tensión dramática del momento. Pero se echó a llorar. Una vez calmada, me contó que ese santo lo era todo para ella: su benefactor, su guía espiritual y su consuelo. «¿Está usted seguro de que ya no vendrá hoy?».
Nada más irse aquella desequilibrada, se me apareció san Simeón en medio de una fumarola: «Creo que andas buscándome».
Fuese por lo que fuese, aquel santo no me cayó simpático. Me limité a rogarle que fuese a visitar a su devota, ruego al que accedió, aunque en sus ojos brilló por un instante esa luz oscura que tantas veces he visto en la mirada de los espíritus maléficos.
En medio de otra fumarola, el santo se esfumó, camino de la casa de su prosélita.
Mis peores sospechas pecaron de optimistas: según me contó luego el propio santo, su condición de inmortal le había permitido dedicarse a ensayar nuevas formas de aparición, con explosiones de gases luminosos, relámpagos serpentinos y ese tipo de cosas. Según su relato, un tanto evasivo, san Simeón, una vez en casa de la dama pía, reventó los espejos y cristales, derritió los cuadros y puso en levitación los enseres. Eso como prólogo.
Cuando al fin se corporeizó ante ella, la mujer había perdido el conocimiento.
El santo volvió a mi casa, me relató lo sucedido y me pidió que fuese a presentar sus excusas a la beata, con la promesa de una nueva aparición más ceñida a los cánones. Para dar fin a aquel sainete, me puse el abrigo, pero caí en la cuenta de que no conocía las señas de la beata. «No hace falta. Dame la mano», y al instante me vi ante un portón para mí desconocido. Pulsé el timbre varias veces, pero nada. Supuse que se había tomado algo fuerte para conciliar el sueño después del sobresalto. Cuando desistí, reapareció san Simeón. «Dame la mano. No temas». Puse mi mano sobre la suya y atravesamos el portón. El tránsito me produjo un dolor frío.
El suelo estaba repleto de esquirlas de cristal y los cuadros chorreaban por las paredes como pegostones de cera derretida. Me acerqué a la mujer y le tomé el pulso. «¡Está muerta!». «¿En serio? Por lo visto, la gente no puede soportar otro mundo que el suyo». «¡Pero usted…!». Me interrumpió: «Sé lo que vas a reprocharme, pero los santos no somos perfectos, aunque tenemos todo el tiempo del mundo para serlo. Por ejemplo, observa…», dicho lo cual, giró hasta diluirse en un pequeño tornado y desapareció.
Cuando salí, la policía, alertada por los vecinos –así sería la escandalera de la aparición– me pidió explicaciones y, una vez descubierto el cadáver en medio de aquel escenario catastrófico, me detuvo.
Fui acusado de asesinato y aquí estoy, porque ni siquiera mi abogado defensor creía en la locura de los santos.
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