De los sabores de una sombra
Crónicas mínimas ·
Fernando Sáenz y Angelines González se han convertido en un referente del helado artesano con nuevos saboresCrónicas mínimas ·
Fernando Sáenz y Angelines González se han convertido en un referente del helado artesano con nuevos saboresTxema Rodríguez
Martes, 25 de agosto 2020, 00:03
En teoría se puede hacer un helado de cualquier cosa. Le pregunto al maestro por esta inquietud y él contesta con una rotunda afirmación, pero matiza: «Otra cosa es que tenga sentido». Él se llama Fernando Sáenz y ella Angelines González. Son los que salen ... en la foto, sentados sobre la hierba, charlando bajo la sombra de una higuera. Dos personas que se quieren y a las que les gusta observar la naturaleza, comprender los detalles y transformarlos en sabores con forma de bola fría. En especial si la materia prima no tiene mucho valor económico. Convertir la humilde experiencia gastronómica del helado en un arte al alcance de todos y hacerlo en Logroño, ciudad famosa por su soleada quietud, no parece fácil. Pero si se van a comprar uno a la heladería Dellasera y guardan la cola, con la paciencia que merecen las grandes recompensas, lo podrán comprobar. La hice acompañado de Fernando, que no es de los que se cuelan tirando de galones, y además me permitió que le invitara a uno. Me pareció un detalle revelador, como el afecto de algunos clientes que, ya con su cucurucho en la mano, le detallan su experiencia con este o aquel sabor.
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Se inició en la repostería en el restaurante familiar –«de pequeño siempre estaba allí, mi madre cocinaba y yo hacía los postres»–, luego comenzó a mostrar interés por trabajar con el frío y a buscarse la vida para aprender, cuando las cosas no funcionaban como ahora y había que acudir a ferias a preguntar o rebuscar entre una literatura escasa en la que todo estaba hecho a medida de los franceses. Cuenta que una vez quiso comprar una máquina para hacer helados y que el vendedor le dijo que cuando aprendiera a hacerlos volviera. Así se las gastaban los profesionales de la época.
Buscó un heladero cercano al que no tardó mucho en espantar con sus propuestas experimentales, aunque le enseñó lo básico del oficio, y en el 96 se lanzó de lleno y sin red a un nuevo mundo. «Compré la máquina, que costó un millón doscientas mil pesetas; recuerdo a mi padre diciéndome que ya podía empezar a hacer helados para pagar aquello». Pero ocurrió que con mucho trabajo, porque el aparato era caro para la época pero de una capacidad de producción bastante limitada, fue conduciendo a los clientes del restaurante hacia un terreno hasta entonces desconocido. «Venían a comer pero ya no querían postre, todos pedían helados y además muchos se lo llevaban a sus casas».
La foto a la sombra de un árbol no es casual; aunque los logros son numerosos, me dijo que más de un millar de sabores si no recuerdo mal, hay algunos grandes éxitos, como la Sombra de higuera o el Paseo de verano, que la primera vez que son degustados causan un cortocircuito emocional. Te acuerdas entonces de muchas cosas de tu vida, como si sacaras Proust del congelador. Porque estamos acostumbrados a una secuencia en los recuerdos que Fernando quiebra haciendo que lo que comemos sepa a la memoria de un olor. Los brotes tiernos de un fruto tan aromático, el aroma de la piel cruda de un almendruco, la paja y el hinojo se conectan en nuestro cerebro. Nos conducen a lugares donde tal vez estuvimos, a un tiempo en el que fuimos felices. Resulta una capacidad novedosa para un alimento de tan baja extracción social.
Cuenta Angelines que se conocieron el día en el que inauguró la heladería, en uno de esos «cruces de cuadrillas» tan habituales del norte, de unos que iban y les dijeron a otros de ir, donde se vieron, en medio del lío, pero que ni fu ni fa, que de hecho ella andaba más interesada en otro hasta que un día se presentó él y pensó «a ver qué le digo al de los helados, no había nada de 'feeling', pero empezamos a hablar y hasta hoy». Conste que hubo de ser ella quien diera el paso para el noviazgo y también para el matrimonio. Hace ya catorce años. Angelines, que es abogada, dejó su trabajo como administradora de fincas y se embarcó en el negocio. «Veía que siempre estaba solo, así que nos juntamos también en el trabajo». Transformaron una antigua nave ubicada en las afueras de Viana, donde se fabricaban futbolines y mesas de billar, en un obrador rodeado de árboles y plantas aromáticas. Allí vivió también un gato al que quisieron mucho.
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Hablamos de los principios, que se puede resumir en «el todo vale a mí no me vale». Están de acuerdo en esto. Y en una versión más larga se explica en el rechazo a la extraña fórmula comercial que ha llevado a tantos reputados cocineros a prestar su imagen para promocionar alimentos cuya calidad no se corresponde con los valores que dicen defender. «Parece que solo importan los que salen en la televisión, los que se dedican a hacer dinero, parece que son ellos los que triunfan, pero los referentes tienen que ser aquellos que mantienen los valores, no los que comercian con ellos», explica Fernando.
Esta vida fuera del sistema de las grandes empresas no resulta sencilla; sabe Angelines lo laborioso y caro que resulta conseguir materias primas de calidad en lugares remotos y conoce Fernando de las incomprensiones de ser fiel a unos principios en un momento en el que «el dinero está en la alimentación, del mismo modo que en otras épocas estuvo en los diseñadores o en los arquitectos, ahora las estrellas son los cocineros». En cambio, entre estas paredes impolutas y sin pretensiones solo se respira el deseo de hacer bien un trabajo a partir de ingredientes naturales y de nunca perder el control sobre él. Eso que muchos llamarían filosofía y que aquí se transforma en una amigable charla, en un momento de breve descanso, porque siempre andan renunciando al tiempo en ese cruce de caminos, entre Viana y Logroño. O al revés, no hay pugnas interprovinciales.
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Todo es verde fuera, blanco en el interior. Una gran foto de un glaciar islandés nunca hollado por el hombre, obra de Jesús Rocandio, las grandes cámaras donde se guardan los tesoros congelados, una pizarra en la que a lo largo del tiempo han ido anotando frases que ya nunca fueron borradas, en la que aparecen María Zambrano o Joan Margarit, y en la que se mezclan las escrituras de Angelines y Fernando. La de ella más firme, la de él más sinuosa. Y, entre muchas, una frase favorita: «Solo los peces muertos siguen la corriente».
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