

Secciones
Servicios
Destacamos
ELENA CARANTOÑA
Jueves, 8 de diciembre 2011, 03:40
Cuando viajar a Galicia era una epopeya comparable a la de los pioneros en carretas a la conquista del Lejano Oeste, las distancias no se medían en kilómetros sino en curvas, horas y camiones cargados de maderas de eucalipto. Encontrarse con uno de ellos a la altura de la Concha de Artedo equivalía a un par de horas largas hasta Navia. El mismo trayecto, sin él, a la mitad.
Como cualquier viaje decimonónico, aquel también estaba jalonado de personajes, unos de carne y hueso, otros presentes en efigie o en espíritu. La gran diferencia entre ellos no era la corporeidad, sino que los hitos humanos tangibles estaban ligados al aprovisionamiento: la señora de la confitería de la plaza de los Pachorros de Luarca, que vendía los pasteles más grandes de Asturias con una sonrisa tan reconfortante como su café; la que atendía la barra de La Lupa, en Cudillero, que por estas fechas solía tener una rama de camelias florecidas adornándola en un jarrón, de la que más de una vez se desprendió con una generosa y amable insistencia («vamos, tome, llévela, que sé que le gustan»). Casa Fernando, en Ballota, el intermedio esperado con ansia entre aquellas curvas del «chorizo retorcido» que era la N-634, en realidad un camino vecinal que pasaba después por delante de Casa Consuelo, en Otur, a donde se llegaba con el alivio de haber dejado atrás lo peor y donde el placer de la comida se veía atemperado por la vigilancia al camionero de la mesa de al lado, al que había que adelantar en el postre ante la imposibilidad de hacerlo en ruta.
Al cruzar la frontera con Galicia, tras bordear la ría del Eo por Vegadeo, comprobando qué tal les iba la invernada a las cercetas y descubriendo garzas entre las cañas, el espíritu tomaba el relevo a la carne. El de don Leopoldo Calvo-Sotelo impregnaba Ribadeo de fiable austeridad y el de don Manuel Fraga (pronúnciese Fraja, pero con la jota más larga que intensa), hecho busto, vigilaba el tránsito por Villalba.
Solamente en Mondoñedo cuerpo y espíritu se unían, en el Montero, en la persona de un intemporal canónigo pequeñito y algo macilento que desafiaba su aspecto metiéndose entre pecho y espalda un inconmensurable caldo gallego, seguido por un lacón y un cuenco de natillas que parecía una fuente. Vez tras vez y año tras año, nosotros cada vez más altos pero siempre incapaces de dar buena cuenta de todos los platos, y él, en cambio, idéntico a sí mismo, aferrado a su buen apetito. La peregrinación por las callejas de la villa de Merlín, con las montañas verdes y amarillas de la Xesta destacando tras los grises del granito, él también adornado de musgo amarillo, culminaba con la contemplación de los escaparates donde las tartas del lugar, una especie de tartas de Santiago gordas y espesas, saciaban solamente con mirarlas, sepultadas bajo una capa de merengue en gruesas filigranas adornada con cerezas confitadas.
Todo en Mondoñedo tenía algo de Merlín, de hazaña literaria y culinaria de don Alvaro Cunqueiro. Un poeta paisano suyo le recordaba estos días en un suplemento literario porque a finales de diciembre se cumplirán cien años de su nacimiento. En febrero hizo 30 que falleció y me gusta pensar que celebrará la doble efeméride con una pantagruélica comida, y que tendrá como comensal a ese otro gallego de Gijón, Francisco Carantoña Dubert, que tanto le apreciaba y le admiraba, y que un día de la Inmaculada, hace ahora 14 años, se convirtió, él también, en una de esas presencias permanentes que pueblan la Nacional 634. Excelente excusa para acompañarle en el grato recuerdo, una vez más, con una festiva indigestión. Con todo el cariño.
Publicidad
Publicidad
Te puede interesar
El mastodonte de Las Contiendas y las diferencias con un mamut
El Norte de Castilla
Publicidad
Publicidad
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.