
ALBERTO PIQUERO
Domingo, 28 de agosto 2011, 04:38
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El lugar, en las alturas de La Manjoya, donde el pasado viernes se inauguró la Casa del Verso, resulta -como algún poeta expresó durante la velada- insólito, por no decir inverosímil. Un extenso jardín que podría recordar una pequeña estampa versallesca, con calles que llevan por nombre Pomme de terre, una terraza que ofrece perspectivas de la capital de Asturias como si estuvieras en Montmartre, lápidas verticales que recogen poemas en el mármol -fundamentalmente, de Juana de Ibarbourou-, una camada de gatitos negros tras una de ellas, el busto de Ángel González recibiendo a los visitantes y la Plaçe de la Concorde, al fondo.
En el interior -por cierto, en la citada terraza, otro busto, de Mario Benedetti, y más poemas, de Miguel Hernández-, una escalinata alfombrada que conduce a dependencias varias, entre ellas la que indica, mediante una placa, Chambre de Ángel González, pues allí durmió alguna vez el autor de 'Sin esperanza, con convencimiento'.
La espectacular y sorprendente escenografía se debe a lo que podríamos llamar un mecenas, un hombre hecho a sí mismo, Juan Gutiérrez, que pasó de una infancia vendiendo churros en trenes de cercanías al comercio internacional de comestibles -de ahí, la calle Pomme de terre-.
En ese sentido, habló José Luis García Martín al introducir la sesión de lo importante que es que «no sea sólo la administración pública la que se dedique a proteger las artes, sino quienes como Juan Gutiérrez aman la poesía». Al tiempo que para subir el telón del homenaje a Ángel González con el que se estrenaba la Casa del Verso, recordaba que la Fundación prevista tras su fallecimiento, «ni ha funcionado, ni parece que vaya a funcionar». Aludió sin señalar con el índice, al 'encargado' de ponerla en pie, «persona de muchos méritos, pero inapropiada para ese cometido». A cambio, manifestaba a EL COMERCIO la posibilidad de que la casita situada en el espacio de la Plaçe de la Concorde recogiera el legado del poeta con destino a la investigación de los especialistas.
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Abrió las lecturas de la noche Rodrigo Lay, el «último descubrimiento de la poesía asturiana y española», en palabras de García Martín. Eligió el poema 'Luna de abajo', perteneciente al libro 'Otoños y otras luces', que a su juicio extendía el tributo a Jorge Luis Borges y Víctor Botas. De su propia creación, escogió 'Prometeo', «el desierto de sombra de la espera», estrofas de linaje machadiano y un 'Nocturno'. Pablo Núñez se decantó por 'Inventario de lugares propicios al amor', de 'Tratado de urbanismo', evocación de aquella época en la que rozarse la piel era «peligro de ignominia». De su cosecha, 'Fragmento', 'Vidas' -«la mar que vuelve y vuelve sin dejar de irse»- y 'Tiempo'.
Siguió Catarina Valdés, con 'Quise', del 'Otoño y otras luces', ecos amorosos de Pedro Salinas. Y de su propia obra seleccionó la irónica poesía 'A un escritor', una inteligente burla de la inmortalidad, 'Beso barroco' y 'Agua', literatura ecológica de influencia norteamericana «de la que ya sé que García Martín se ríe».
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José Luis Sevillano prefirió 'A un joven versificador', de 'Prosemas o menos', en la tradición sarcástica de Ángel González, donde se viene a demostrar que la estupidez que investigan los iniciados, si se pone empeño, llegado el momento, puede ser de interés público. En su área, leyó 'Ebrio vino', 'La calma' y 'Cortina de humo'.
Cerró Javier Almuzara, con 'Artritis metafísica', un poema de Ángel González con apariencia «ligera, sin peso, que acaba siendo el más hondo de los desengaños». Para explicarse a sí mismo, 'Autoexploración', 'Hoy' y un soneto inédito, 'Belleza intolerable', en cuyo ápice están escritos los versos que García Martín cogió al vuelo en términos de despedida: «... poque has muerto y el mundo sigue siendo tan hermoso». El poeta ovetense lo hubiera rubricado.
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