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Cultura

Café Gijón

MIGUEL BARRERO

Jueves, 24 de febrero 2011, 04:39

Quedé con Fernando Beltrán en el Café Gijón porque a los dos nos pillaba cerca y porque habían pasado diez años desde la primera y única vez que yo había estado allí. Entonces el mítico local del Paseo de Recoletos ya tenía un cierto regusto a naftalina, ya se iba convirtiendo en un recuerdo lejano de lo que una vez había sido, según una impresión que corroboré hace unos días, cuando Manuel Vicent -que fue uno de sus clientes más fieles, uno de los contertulios que más tiempo pasaron en sus veladores- me confesó que también llevaba una década, más o menos, sin acercarse por allí. El Gijón fue, según cuentan, un reducto de muchas cosas cuando en la calle apenas había ocasión para nada, un lugar donde cohabitaban pacíficamente las famosas dos Españas, sin más enfrentamientos que los puramente verbales y motivados por cuestiones casi siempre ajenas a la política, en un tiempo tan agreste y hostil que parece ya un lejano recuerdo aunque haya ocurrido anteayer. Hace una semana, cuando me encontré allí con Fernando y me fue explicando con su hablar pausado y suave la parte que él conocía de la intrahistoria del café -«en aquella mesa fundamos el sensismo, en esa otra tenía la tertulia Gerardo Diego.»-, el Café estaba casi vacío y en el hueco que antes había ocupado Alfonso («cerillero y anarquista», según una placa colocada allí en su memoria tras su muerte) ya no se vendía tabaco, sino paraguas, por cosas de la ley y de estos tiempos gilipollas. Aquel mismo día, pero unas horas después, cuando la noche ya había echado el telón sobre ese cielo que es el mayor atractivo de Madrid, volví a pasar por delante, aunque esta vez no entré y me limité a observarlo desde la calle. Iba con un amigo en busca de una coctelería que, según nos habían dicho, caía por Bárbara de Braganza, y en el Gijón apenas había gente: sólo un matrimonio parapetado bajo los espejos y un grupo de personas mayores que, sentadas a una mesa próxima a la barra, charlaban sin demasiado énfasis y acaso añoraban tiempos mejores, aquéllos en los que desde los ventanales del Café se veía pasar la vida y el viejo bar que hoy es un remanso de sosiego y languidez jugaba a creerse el centro del mundo.

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