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ADRIÁN AUSÍN , GIJÓN
Domingo, 13 de febrero 2011, 11:05
El Muro ya es centenario. Cien años atrás, en el arranque de 1911, los gijoneses estrenaban la prolongación del popular paseo desde la escalera 5 hasta el puente del Piles, un estirón vial de algo más de un kilómetro que redimensionó la villa de Jovellanos y erigió la playa de San Lorenzo en su gran escaparate. Entonces se pensaba en atraer a los primeros turistas; hoy llegan por cientos de miles con el mismo objetivo: el mar.
EL COMERCIO, entonces cuatro páginas de formato sábana, publicó el 2 de enero de 1911 una reseña de estilo editorializante, propio de la época.Decía este periódico: «La playa, que debe ser nuestra constante preocupación, pues ella es el gran talismán del Gijón veraniego, ha obtenido gran mejora con la terminación del muro de San Lorenzo y con la subasta, ya otorgada, de la carretera del Piles al Infanzón, que será motivo para que se tienda un hermoso puente en aquel sitio predilecto del forastero y para que tengamos desde la misma playa un paseo lleno de encantos que nos conduzca al incomparable vergel de Somió». La breve crónica concluye con un deseo. Y este no es otro que el nuevo paseo suponga el principio del fin tan anhelado: «Convertir Gijón en una estación veraniega a la altura de las mejores de la costa, no por los encantos naturales, que en éstos ningún pueblo le aventaja, sino por las comodidades y el confort que pueda brindar al forastero».
Ahí radicaba el leitmotiv de la obra iniciada el 3 de junio de 1907 con diseño del arquitecto municipal Miguel García de la Cruz y 2,3 millones de pesetas de presupuesto, dando ocupación «a un buen número de braceros». Hasta entonces, Gijón ya tenía su paseo marítimo, pero delimitado al espacio comprendido entre la iglesia de San Pedro y las casas de la Veronda, situadas delante del 'martillo' de Capua. De ahí en adelante, el paisaje lo conformaban dunas, huertas y chalés hasta la desembocadura del Piles, «un moridero de animales, con gaviotas y cuervos al acecho y repugnantes olores». Así lo reflejaban crónicas, por ejemplo, de 1890, que acabaron dando lugar a disposiciones sanitarias.
Cuando se inició la ampliación del Muro, Santander y San Sebastián tenían ya vitola de veraneo caro. Gijón se quiso subir a aquel carro, pero se quedaría un peldaño detrás. Con el paseo ya en uso, proliferaron los 'trenes botijo', a precios populares, que llegaban de Madrid con escalas en Valladolid, Palencia y León, trayendo consigo lo que podría denominarse un 'veraneo obrero'.
Pero, pese al afán de sacar todo el partido posible a la playa San Lorenzo, la materialización del proyecto de García de la Cruz no fue rápida. Sufrió intermitencias, parones, cambios de criterio constructivo, derrumbes... Hasta el punto de no poder darse por concluida, tal como la concibió, hasta abril de 1916, nueve años después del arranque.
«Sin actos inaugurales»
¿Por qué la noticia de EL COMERCIO de enero de 1911? «A diferencia de estos tiempos, cuando se celebra el fin de obra incluso antes de acabar, de aquélla no había actos inaugurales como tal. Se iba avanzando y alguien decidía un buen día que eso ya se podía usar. En ese marco debe entenderse la fecha de 1911», explica Luis Antonio Alías, autor del 'Viejo Gijón' y coautor del compendio 'EL COMERCIO 1878-2003. Testigo de la historia'. Entonces, prosigue Alías, los ayuntamientos eran «muy pobres», pues apenas cobraban impuestos, y las actuaciones urbanísticas iban a 'tirones'. O sea, que los gijoneses vieron el horizonte despejado hasta el Piles. Y tiraron millas adelante, inaugurando, sin saberlo, la ruta del colesterol.
Del uso oficioso se pasó a la única celebración oficial que consta: el 1 de octubre de 1913 Gijón engalana su playa para la visita de su paisano Rufo García Rendueles, diputado y subsecretario de Obras Públicas, quien había tomado parte activa en esta actuación, por la cual tres años antes ya le habían homenajeado dando su nombre a la futura avenida. Al mes siguiente, el 21 de noviembre de 1913, el contratista notifica el fin de la obra.
La fisonomía urbana dio un definitivo salto adelante. La playa, a un lado, y la futura urbe, al otro, quedaban definidas por un muro de contención; nuestro Muro; el Muro. Quedaba mucho por hacer, muchos hitos por cumplir. Pero las huertas del barrio de La Arena tenían las horas contadas. En los dos años siguientes se remató la característica balaustrada del paseo, construyeron la escalinata (antecesora de la Escalerona) y se levantó un nuevo puente sobre el Piles. Para abril de 1916, la barra litoral era un todo desde la iglesia de San Pedro hasta la desembocadura del río; sin más actuaciones previstas en el calendario.
Así cuando Miguel Díaz Negrete puso sus pies en Gijón en 1932 la playa era el lugar de esparcimiento por excelencia. Tenía 12 años y llegaba procedente de Mieres, al obtener su padre la plaza de arquitecto municipal. Avelino Díaz Omaña relevaba precisamente a García de la Cruz, el autor del proyecto del Muro. Un año después levantaba la Escalerona no sin algún rechazo. «Había una crisis importante y el proyecto de mi padre costaba casi cien mil pesetas, así que algunos se opusieron en el Ayuntamiento, al tener otras prioridades. Al final, se hizo. Y en 1990 la rehabilité yo mismo», rememora.
De aquellos años 30 recuerda Negrete, nítidamente, a los gijoneses paseando vestidos por la playa, cuya singular balaustrada unificó, también su padre, en 1937. Lo más usado seguía siendo el tramo comprendido entre La Cantábrica y las casas de la Veronda, reforzado ya en tiempos de Jovellanos. De ahí en adelante, «cuando ibas a llámpares, eso era ya toda una excursión». ¿Y bañarse? «Pues muy pocos. Había una maroma de 20 ó 30 metros con un 'bañero' para controlar a los niños».
Hoy, a sus 91 años, Díaz Negrete considera que el Muro es, sin lugar a dudas, «el corazón auténtico de Gijón». Similar diagnóstico realiza Diego Cabezudo, compañero de profesión y privilegiado vigía de la bahía local desde los ventanales de su despacho: «Junto al Puerto Deportivo, es nuestro mayor patrimonio urbano. Son los dos hechos diferenciales de Gijón, un valor del que no somos suficientemente conscientes». Desde su infancia, cuando le llevaba su abuela a jugar a la Escalerona, hasta la actualidad, cuando pasea un poco «para adelante y para atrás» al acabar la jornada laboral con el único objetivo de «despejar la mente», la playa ha estado presente para Cabezudo.
Si del arquitecto se pasa al escritor, el Muro centenario aparece igualmente en el ADN. «Es uno de los entornos sentimentales y emocionales de mi generación. Al atardecer, cuando caía el sol, todo el mundo iba allí a pasear de San Pedro al reloj y vuelta. Allí nacieron muchos amoríos, se dieron muchos besos clandestinos (detrás de la iglesia) y surgieron muchas amistades». A Carmen Gómez Ojea se le llena la mente de recuerdos, de historias, de pérgolas y de viejas aceras al transportarse a la juventud. El Muro, sentencia, «es fundamental para la vida de la ciudad y también para cuantos nos visitan. De hecho, lo primero que hacen cuando llegan es preguntar: '¿Por dónde se va a la playa?'».
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