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LYDIA IS
Jueves, 10 de febrero 2011, 04:25
El 10 de febrero de 1886, tres Hermanitas de los Ancianos Desamparados, acompañadas de la por entonces superiora de Avilés, llegaron a Pola de Siero para hacerse cargo del Asilo. Aquel día, hubo procesión desde la iglesia parroquial de San Pedro con políticos, vecinos, la Banda de Música y los primeros 18 ancianos que dieron vida a lo que ya es toda una institución en la zona.
Así comienza la historia de la Residencia de Nuestra Señora de Covadonga, que hoy cumple 125 años, un siglo y cuarto de caridad aplicada al cuidado y a la asistencia de los ancianos y desvalidos. Para celebrarlo, la capilla del Asilo acogerá esta tarde una misa solemne, a las cinco de la tarde, que estará oficiada por el hasta ahora obispo auxiliar de Oviedo, Raúl Berzosa, y en la que sor Rosario, una de las hermanas, leerá una poesía.
Ciento veinticinco años de historia han dado para mucho. La Congregación de las Hermanitas de los Ancianos Desamparados fue fundada en 1873 por Santa Teresa de Jesús Jornet e Ibars y por el padre Saturnino López Novoa. En menos de 40 años, la caridad de las monjas se extendió con rapidez y se abrieron 154 hogares en España y América.
En la actualidad, las once hermanas de la congregación acogen a 112 personas, 79 mujeres y 33 hombres, y según confiesa la madre superiora, sor Matilde, «tenemos mucha lista de espera porque no todo el mundo puede afrontar el gasto de una residencia». Uno de los rumores más extendidos es que las monjas se quedan con el dinero de los ancianos, algo que la superiora se apresura a desmentir. «Cobramos el 80% de la pensión de los que están válidos y el 100% de los que no se valen por sí mismos; la media no llega a los 500 euros y si no fuera por la caridad de la gente, esto no funcionaría».
Sor Matilde lleva al frente del Asilo cuatro años y se encarga, entre otras muchas cosas, de llevar la contabilidad. «La recaudación no nos llega para cubrir los gastos. El Ayuntamiento nos da 43.000 euros al año, pero sólo en calefacción se nos van ya 12.000 euros al mes; la verdad que si no tuviéramos fe, esta situación le quitaría a una el sueño», apunta. Por eso, las hermanas han emprendido una campaña para recoger donativos y a la entrada del Asilo un cartel en la puerta pide colaboración. Tampoco le dicen que no a cualquier ayuda y al dinero para pagar el gasóleo se unen cosas más básicas como el aceite de oliva o la tierra y el abono para cultivar la huerta. Para hacerse una idea, cada vez que se hace arroz, se utilizan 8 kilos, y cada vez que se consume carne, son más de 20 los necesarios.
26 trabajadores externos
La vida en el Asilo comienza a las seis de la mañana. A las ocho menos cuarto empiezan a levantar a los ancianos, les dan el desayuno, se encargan de su aseo y se reparten las tareas de la mañana. Las comidas empiezan a las doce. Por la tarde, más labores y atención a los residentes. La jornada se prolonga hasta las diez y media de la noche.
Pero las hermanas no están solas. Con ellas trabajan otras 26 personas, como Juani, en la cocina, cada día con un menú diferente, o las auxiliares que se encargan de los ancianos que están en la planta de enfermería. Además, algunos de los residentes colaboran también en las labores de limpieza y mantenimiento o en el caso de Tino, en la huerta.
En 125 años, al Asilo también le ha dado tiempo a tener capítulos negros en su historia. El primero, en 1965, cuando un incendio calcinó las instalaciones. «Era cerca de la una de la madrugada cuando unos vecinos que subían hacia El Rebollar vieron arder el tejado y dieron la voz de alarma», recuerda Juan Rodríguez, colaborador y encargado del mantenimiento del Belén, la seña de identidad por excelencia del Asilo. Y el segundo, en 1991, cuando se produjo el hundimiento de una de las alas del edificio durante unas obras de adecuación. En el accidente no hubo que lamentar daños personales, pero el Asilo se vio obligado a cerrar durante dos años. En ambos sucesos, la respuesta de los vecinos de la Pola fue ejemplar. «Hubo gente que se llevó a ancianos a casa, en la primera noche tras el derrumbe nadie se quedó si un sitio al que ir», relata Rodríguez. Un claro ejemplo de que la Pola supo devolver la caridad recibida.
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