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OPINIÓN ARTICULOS

Gisela

CARMEN GÓMEZ OJEA

Jueves, 26 de agosto 2010, 05:04

En el verano de 1963 era una joven madre de dos niños. El segundo era un bebé, y el primero, de tres años, mostraba una sobresaliente y llamativa vivacidad e inteligencia, con sus ojos veedores que se merendaban en un suspiro cuanto había a su alrededor. Después tuvo otro niño más, y hubo un cuarto que no prosperó y que la obligó a estar en la cama durante un tiempo. Parecía un hada con su camisón de lorzas y encajes, en medio de aquella ropa de un blancor deslumbrante, porque pertenecía a la tribu heroica de las que hacían la auténtica colada, cociendo pañales y ropa blanca en agua jabonosa, sin colorantes ni abrasivos ni irritantes de la piel, y colaban las prendas una y otra vez, hasta dejarlas perfectamente aclaradas. Aquella tarde, me pidió que le dejara mis pendientes. Me los quité, se los di y se los puso. Me dijo que le acercara un espejo y se miró. Lo que vio la hizo sonreír. Su marido entró en aquel momento en la habitación y comentó que parecía la Madona de las Siete Lunas, y nos reímos de él, porque no habíamos estado charlando de lunas de lo alto, inalcanzables y lejanas, sino de las prostitutas muy terrenales y a ras del suelo del Bar Toledo.

Gisela me contó historias que sin duda me emocionaron, pero sobre todo me conmovieron por la belleza extraordinaria en que ella las envolvía, mecía, arrullaba, mientras las narraba. En una de ellas, era una niña fascinada por los grandes y tiesos bigotes de su abuelo, a la que su madre, lo mismo que a sus dos hermanas, durante aquella guerra horrible en que Hitler había metido a Alemania y al mundo, y llovía fuego sobre Maguncia, su ciudad, le confeccionaba vestidos de papel para que no tuviera que salir a la calle desnuda, y les tejía a las tres jerseys, deshaciendo, hilo a hilo, hasta cortarse los dedos que le sangraban lastimosamente, tela de sacos de azúcar; una niña que miraba las caras serias y angustiadas de las personas que estaban en el refugio, adonde corrían a esconderse, de las bombas que una vez destrozaron parte de la casa, pero quedó intacto el cacillo de leche que la madre había dejado en la cocina, para huir precipitadamente cuando sonaron las sirenas anunciando peligro de muerte. Y otra vez me habló de la alegría inmensa y gozo inefable que le supuso ver de nuevo a su padre que regresaba de la campaña de Grecia con un saco de cebollas al hombro, que le supieron mejor que si comiera trozos celestiales de la gloria. «Eres la niña del saco: saco de azúcar, saco de cebolla», le dije. «Sí, gracias a esos sacos, no me metieron en uno para llevarme a enterrar, me contestó risueña. Y, en otra ocasión, bebiendo ambas su café enternecedor y fumando un cigarrillo de tabaco negro, me confesó que le encantaría tener una niña para llamarla Bettina. Pero, más que nada, en esa época de la primera juventud, recién salida de la adolescencia, egoísta y menesterosa de halagos, me encantaba que me diera el mejor de los premios, diciéndome que la primera novela que escribí con intención de novelar, no de divagar locamente, había sido el primer texto largo que había leído en español. Y, además, le había gustado. Gisela fue -es y será siempre para mucha gente y también para mí- una mujer a la que todo le interesaba, con un hambre insaciable de saber y contar. Su vida no podía en modo alguno ser fácil siendo la compañera de un hombre como José Luis García Rúa, por la misma razón que fue difícil la existencia de Emilienne Morin al lado de Durruti: los anarquistas son los mejores amantes y amadores ocasionales, pero como cotidianos y fijos resultan decepcionantes. Ella lo sabía. Lo había aceptado libremente. Lo que no soportaba con mansedumbre era el saqueo de la pandilla de pícaros pedigüeños que pululaban en torno a él y entraban en su cocina a beberse su café o a vaciarle el bote de sus ahorros.

Me hizo mucho bien conocer y querer a Gisela Wiedemann, el mismo que me proporcionará recordarla, hasta que pierda la memoria y todo sea olvido.

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