Borrar
:: GASPAR MEANA
1860: un eclipse histórico visto desde Asturias
OPINIÓN ARTICULOS

1860: un eclipse histórico visto desde Asturias

No ha de sorprender la expectación que despertó el acontecimiento. Llegaron científicos franceses, ingleses, rusos portugueses, italianos... Pero también hubo interés en otros sectores de la población

SERGIO SÁNCHEZ COLLANTES

Domingo, 18 de julio 2010, 04:28

Hace justo un siglo y medio, el 18 de julio de 1860, se produjo un fenómeno astronómico que los científicos de todo el mundo aguardaban con impaciencia. Se trataba de un eclipse de sol total, como el que se pudo ver el pasado 11 de julio desde la zona meridional del océano Pacífico. En aquella ocasión, sin embargo, uno de los lugares privilegiados para su observación fue Asturias, donde las condiciones climáticas, además, resultaron idóneas.

En el siglo XIX, eso de que disminuya la luz en pleno día por la interposición de la Luna entre el Sol y la Tierra, aun generaba inquietud entre quienes no poseían los conocimientos adecuados para entender que no había nada que temer. Otros muchos, por el contrario, lo disfrutaban emocionados; singularmente quienes profesaban ideas liberales y racionalistas, que gozaban de un espectáculo que la naturaleza brinda muy de vez en cuando y, encima, se jactaban de los avances científico-tecnológicos que tanto recelo despertaban en los sectores dogmáticos y en una Iglesia que no se reconcilió con Galileo hasta bien entrado el siglo XX. Hacía mucho tiempo que los eclipses podían anticiparse gracias a los conocimientos astronómicos, pero el ochocientos fue distinto. Esa centuria trajo consigo la fotografía, que permitió inmortalizarlos por vez primera, y el desarrollo de la prensa, que informó de todo lo que había que saber del fenómeno antes y después.

Meses antes de suceso, se ordenó que los rectores de las universidades, incluida la de Oviedo, se pusieran a disposición de las expediciones científicas que iban a llegar del extranjero. Pronto se agotó la numerosa tirada del 'Anuario' que publicó en diciembre de 1859 el Observatorio de Madrid, y el ministro de Fomento dispuso que publicara otra instrucción. Esa memoria detallaba la progresión del eclipse, señalando que después del mediodía atravesaría la Península, en poco más de diez minutos, «desde la costa Cantábrica, al O. de Santander, a la Mediterránea, cerca de Oropesa». También informaba de la hora de su comienzo en Oviedo (1:19), Gijón (1:20) y Potes (1:27). De hecho, se precisaba que el espectáculo sería magnífico en zonas montañosas como los Picos de Europa. El insigne geógrafo Francisco Coello elaboró un mapa de España en el que una franja sombreada ilustraba el recorrido del eclipse, que comprendía toda Asturias menos el extremo situado al oeste de una diagonal que iba desde Luarca al puerto de Pajares.

El Observatorio advirtió de la trascendencia del hecho: «España es el único país de Europa desde donde podrá contemplarse el eclipse en toda su plenitud, y en lo que resta de siglo no volverá a ocurrir un fenómeno de la misma especie en circunstancias tan favorables como ahora». No ha de sorprender, pues, la expectación que despertó el acontecimiento. Llegaron científicos franceses, ingleses, rusos, portugueses, italianos. Pero también hubo gran interés en otros sectores de la población. Ya en verano, decían los periódicos: «no se habla en España y fuera de ella de otra cosa». Hija de las circunstancias, incluso funcionó una tienda «del Eclipse» en la madrileña calle de Carretas. Así que el día 18 infinidad de curiosos se dispusieron a observar el firmamento, para desgracia de sus retinas, y hubo quienes organizaron excursiones astronómicas al campo.

Algunos contemporáneos dejaron por escrito las impresiones que les causó la contemplación de aquel hecho. Pedro Antonio de Alarcón, por ejemplo, le otorgó al momento «dimensiones homéricas» y en su obra 'Viajes por España' sentenció ufano: «Doy fe de haberlo visto con mis propios ojos». El Observatorio había recomendado que se anotaran tales impresiones, «fueren razonables o a primera vista disparatadas», y lo mismo otras secuelas, como las reacciones de los animales. En relación con Asturias disponemos de un testimonio excepcional, completamente olvidado, que se habría perdido de no insertarse en el periódico 'La Discusión' el 2 de agosto. Se trata de una carta escrita por el ilustre ovetense José González Alegre, conspicuo republicano e hijo del ex diputado progresista de igual nombre.

Cuenta el entonces joven doctorando que el 18 de julio, hacia las diez de la mañana, salió de Oviedo con «varios amigos» y se dirigieron hacia «la pintoresca montaña de Naranco». Los caminantes disfrutaron del paisaje, admiraron el románico de San Miguel de Lillo, descansaron «al pie de un robusto roble», pasaron junto a la casa que llamaban «del Renegado» y finalmente llegaron «a la cumbre», donde fueron recibidos por otros paisanos que habían acudido con idéntico objetivo. La descripción del trayecto rezuma bucolismo: «la vista se recrea, ora con una cascada que enseñorea sus espumosas aguas, ora con un grupo de árboles que cruzan sus ramas, y en cuyas copas entonan pláticas de amor pintados jilguerillos; aquí con un plateado arroyo que se desliza suavemente por la pradera, sirviendo de espejo a las flores que la matizan; allí con una choza cubierta de verde enramada, y a cuya puerta juguetean los inocentes niños».

Ya en su destino, contemplaron que el «panorama seductor» se extendía hasta el mar, divisándose a lo lejos «el puerto de Gijón, en el que, a merced de un anteojo, se veían penetrar algunos buques, que a tal distancia parecían blancas gaviotas». Entonces prepararon «los sencillos instrumentos» para contemplar el espectáculo. Y llegó el momento decisivo: «comenzamos a observar, con el auxilio de cristales y anteojos ahumados, que un punto negro se ponía entre el sol y nuestra vista». Reinó el silencio, todos permanecieron absortos, el nerviosismo era general: «la mancha fue creciendo; nuestra ansiedad en aumento. Media hora después notamos que el cielo se oscurecía por momentos, especialmente hacia el Norte, que la campiña presentaba un aspecto triste, como en uno de esos días de invierno». Y cundió la inquietud entre los animales: «las golondrinas huían y los pájaros pasaban a ocultarse entre los árboles y zarzas; los ganados se agrupaban»

En su crónica de la jornada, Alegre deslizó rotundas loas cientifistas en las que ponderaba los triunfos de la razón: «Todo lo que los sabios astrónomos anunciaron se estaba realizando, hasta en sus menores detalles. El eclipse total es una verdad innegable, positiva». Y fustigó a sus detractores por entorpecer el progreso del conocimiento y alimentar la superstición: «¡Qué dirían entonces los escépticos, esos espíritus débiles, esos hijos de la noche, que tienen a gala dudar de todo! ¿Aún serán osados a negar las verdades de la ciencia; aún continuarán burlándose de las observaciones hechas por los hombres consagrados a ellas? ¿Qué pensarán los impostores, los fanáticos, los ignorantes? ¿Presagiarán con esto alguna plaga, alguna guerra, algún acontecimiento extraño?».

El efusivo balance de González Alegre -«¡qué día tan feliz, qué impresión tan placentera, qué momentos tan agradables!»- testimonia que había presenciado «un suceso extraordinario». Y algunos pasajes de su carta manifiestan que, en un país que no tardaría en estallar al grito de «¡Viva España con honra! ¡Abajo los Borbones!», esa experiencia astronómica no dejaba de tener una lectura política. Algo evidente cuando afirma: «La libertad es un don que estamos muy lejos de saber apreciar».

Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.

Reporta un error en esta noticia

* Campos obligatorios

elcomercio 1860: un eclipse histórico visto desde Asturias