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Viernes, 11 de junio 2010, 10:24
En diez minutos uno puede tomarse un café o ausentarse del trabajo sin levantar sospechas. Es el tiempo que, según el protocolo, cualquiera puede llegar tarde sin ofender al citado. Pero esos diez minutos también pueden convertirse en un muro infranqueable. O casi. De hecho, no se tarda más en llegar por carretera a Ruedes, una de las parroquias más desconocidas del concejo. Y, sin embargo, sus tierras altas, que alimentaron a generaciones, abastecieron de leche a buena parte de Gijón y hasta acogieron una leprosería, continúan siendo un misterio para muchos.
Aunque algunos piensen que el aislamiento favorece la preservación de los pequeños tesoros, los vecinos de Ruedes nunca han sido de esa opinión y durante décadas han reclamado los servicios modernos que han ido marcando su historia como un orbayu de pequeños avances. Sin prisa y, la verdad, con algunas pausas.
Con mucha paciencia han visto cómo desaparecían los problemas de comunicación de la parroquia. No fue hasta 1983 cuando por fin asfaltaron el camino que enlazaba la aldea con la carretera Carbonera. La carretera que cubrió estos cinco kilómetros de distancia costó casi 32 millones y medio de pesetas, en una época en la que las contribuciones especiales eran la principal causa de insomnio entre los habitantes de la zona rural.
Atrás quedaban los tiempos en los que, como recuerda María Donata Rodríguez, «íbamos de guajes al médicu de Granda en burra». Aquella niña cuenta ahora 93 primaveras -con todos y cada uno de sus veranos, otoños e inviernos- y ha sido testigo de la metamorfosis experimentada por el lugar donde vino al mundo. Pero no olvida cuando para «viajar» a Gijón, no hace tantos años, sólo había dos alternativas: caminar hasta Pinzales para tomar el tren de Feve o calzarse les madreñes para llegar a la carretera Carbonera «presentable» y esperar el autobús de línea procedente de Sama. También Vicente González, de 81 años, puede narrar todo tipo de situaciones disparatadas causadas porque «en la parroquia ni siquiera podía entrar un coche más allá de la iglesia y, hasta allí, llegaba mal».
Al final tuvieron su carretera. Pero no quisieron inaugurarla hasta dos años después, cuando estuvo completamente pagada. «Algunos tuvieron que aportar hasta 300.000 pesetas, dependiendo del terreno que les cogiese», recuerdan. Gracias a la solidaridad de otros, como Vicente y Donata, que «aflojaron el bolsillo» aún cuando no estaban obligados, del dinero recaudado para la obra sobró un millón de pesetas. 6.000 euros «que no se tocaron durante años, hasta el pasado febrero, cuando compramos una televisión de pantalla plana para el centro social y una desbrozadora, para limpiar los alrededores».
«Éramos 17 en casa»
Desde entonces, los 10,9 kilómetros que les separan de la ciudad perdieron importancia, aunque también se produjeron otros cambios. A finales de los años 80, casi la totalidad de la aldea se dedicaba a las labores del campo. Hoy, sólo dos familias viven sólo de él y otras cinco utilizan la agricultura y la ganadería como complemento a sus ingresos. «En mi casa -cuenta Vicente- éramos 17 personas y todos vivíamos de la casería». La leche y los terneros de una docena de vacas, el llagar y todo lo que pudiese salir de la tierra les servían de sustento. «Plantábamos patates, arbeyos, maíz, de todo... Pero hambre no pasábamos. No recuerdo que se comprase nada, nos autobastecíamos casi por completo. Eso sí, trabayábamos mucho desde neños», confiesa. Por aquel entonces, «en casi todas las casas había una forna y les madres hacíen pan». Todo aquello les sabía a gloria y aún hoy, al recordar algunos de aquellos sabores, tragan saliva y sonríen.
En el Ruedes actual, doña Sagrario habría tenido que buscarse otro modo de ganarse la vida. Ella era quien, antes de la guerra, recogía la leche en cada casería y se encargaba de venderla en Gijón. Bastantes años más tarde, cuando un camión pudo llegar hasta la iglesia, Maximino Ordiales recorría la parroquia con caballos, que cargaban la mercancía hasta el vehículo. Cada uno de sus tres animales cargaba unos 160 litros diarios.
Otra guerra fue la del agua. Pese a que la conducción de Cadasa pasaba bajo sus tierras, los vecinos no tuvieron suministro en casa hasta los 90. «No nos dejaban engancharnos, a pesar de que atravesaban muchas de nuestras tierras. Hubo un proyecto que quedó en nada. Años después, nos pidieron medio millón de pesetas a cada vecino por la obra. Al final tuvimos que pagar 280.000 pesetas para tener agua en casa», explica Inocencio Alonso, de 78 años.
Pero durante muchos años, mientras veían cómo el resto de las parroquias del concejo podían presumir de contar cada vez con más dotaciones, ellos tenían que utilizar el lavadero comunal, junto a la Fuente del Palacio, que tras su rehabilitación luce como el vestigio de un pasado muy reciente.
Al baile de Pinzales
Fuesen cuales fuesen las condiciones, en el ganador del premio al Pueblu más guapu de Gijón en 1999 siempre supieron divertirse. Y no sólo en sus muchas romerías. Por ejemplo, María Donata siempre estaba dispuesta a asistir en sus años mozos al baile de Pinzales: «Fue histórico. No había otro baile por aquí que lo igualara. Llegaba el tren de Gijón lleno, porque tenía una pista que 'espatarraba'. Pero mi hermana siempre quería ir al de Cuatro Vientos, así que muchas veces me tocó aguantarme e ir con ella».
Los que fueron jóvenes en Ruedes antes del cierre del cine en Casa La Paraxa, abierto hasta los 60, recuerdan «los dos bueyes que había detrás de la sábana donde se proyectaba la película». Porque la sala, donde después de la sesión se organizaba también un baile, no era otra cosa que una cuadra y cada vez que a los animales les apetecía mover el rabo, se interrumpía el filme. «En una ocasión -se arranca entre carcajadas Inocencio-, iba al cine y metí el pie en un regatu. Intenté limpiarme un poco, pero aquello olía fatal. Cuando llegué al cine, los que tenía alrededor empezaron a protestar por el mal olor, que no era normal ni para una cuadra. Me cambié de sitio, pero los comentarios se repetían. Pasé una película entera de Antonio Molina moviéndome cada cinco minutos para que nadie identificase la peste conmigo».
El bar El Miramar, que cerró en 1991, sustituyó a la Casa La Paraxa como único lugar de reunión para los vecinos. De hecho, en 1988, en toda la parroquia sólo contaban con el teléfono público del local. «Teníamos que pagar entre 350.000 y 600.000 pesetas para tener teléfono, porque salía muy caro traer el hilo hasta aquí. No se generalizó tenerlo en casa hasta que llegaron los de antena, allá por 1995», aclara Vicente. Fue poco antes de la llegada de los móviles.
Poderes medicinales
Después, tras la reforma de las antiguas escuelas -los tres únicos alumnos de Ruedes se desplazan en transporte escolar hasta el colegio Alfonso Camín de Roces-, los lugareños comenzaron a utilizar el local social como punto de encuentro. No son muchos. Con 121 habitantes, es la parroquia con menos vecinos del concejo. «Aunque últimamente hay más casas», matizan. Se trata de gente empadronada en la ciudad que construye una segunda vivienda allí. «Gran parte del terreno no es parcelable, así que levantan 'pequeñas chabolas' de fin de semana», dicen con humor. No pueden culparles. Van allí en busca de praos verdes y aire fresco, a los que casi atribuyen poderes medicinales. A juzgar por el aspecto de María Donata, los tienen.
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