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EVA MONTES | GIJÓN
Domingo, 6 de junio 2010, 11:56
Ha necesitado poco menos que la mayoría de edad para ser aceptada. Pero ahora, veinte años después de aquella polémica inauguración, ya nadie habla del váter de King Kong. La imponente figura del Elogio del Horizonte se yergue sobre el cerro de Santa Catalina con personalidad propia. Nunca se sabrá si por su trascendencia escultórica o por la del artista que la concibió, pero lo cierto es que la majestuosa obra de Eduardo Chillida ha pasado a formar parte de la ciudad casi de forma natural, cuando el gijonés, siempre tan crítico como participativo, ha asumido su silueta como algo propio, como si hubiera estado allí desde el inicio de los tiempos.
Pero no siempre ha sido así. Fue concebida en tiempos turbulentos, en la segunda mitad de los años 80, en plena reconversión industrial, con cierres de empresas y primeros años democráticos. Momentos en los que a una ciudad enraizadamente industrial venida a menos resultaba difícil de asimilar el gasto de más de cien millones de pesetas en una escultura, por mucha perspectiva que tuviera, por muy grande que fuera el artista y por mucha visión de futuro que derrochara el entonces alcalde Vicente Álvarez Areces, empecinado en convertir la escultura de Chillida en el símbolo del nuevo Gijón.
Hoy, las generaciones que no vivieron aquello incluyen en la visita de sus amigos a Gijón el cerro de Santa Catalina como un lugar emblemático. Desde aquel inusitado 9 de junio de 1990 han pasado 20 años, pero todo comenzó antes. Alrededor de 1986, en la recta final del segundo y último mandato del socialista José Manuel Palacios como alcalde de Gijón, con el encargo a los arquitectos Paco Pol y José Luis Martín de acometer el Plan Especial de Rehabilitación y Reforma Interior de Cimadevilla, que incluía la conversión del hasta 1982 cerro militar en un parque atractivo para la ciudadanía.
Pero a Palacios apenas le dio tiempo a nada más y fue a su sucesor en la Alcaldía, Álvarez Areces, a quien Paco Pol, hoy Premio Nacional de Urbanismo, sugirió que el elemento cultural identitario que se recogía para el parque se le encargara a Eduardo Chillida. El arquitecto sabía que el escultor, en sentido contrario a los personajes de Pirandello, buscaba sin éxito un emplazamiento singular para su Elogio del Horizonte. Y ambos le presentaron su proyecto en San Sebastián. Era una propuesta arriesgada, porque Chillida ni siquiera sabía qué era ni dónde estaba el cerro de Santa Catalina.
Una foto aérea lo solucionó todo. «Comencé a darle vueltas a la idea y el día que fui a conocer el lugar me di cuenta, con sorpresa, que en todos los cálculos de escala que yo había comenzado a hacer para ese lugar, el tamaño de mi escultura coincidía con los radios de las fortificaciones que hay allí arriba. Fíjate que cosa más rara. Son cosas que te ponen los pelos de punta, porque yo no había estado en el cerro nunca. Eso me animó mucho y me decidí a hacerlo». Así narraba Eduardo Chillida en 1990 la gestación de una decisión largamente trabajada, pero su realización acarreó tantos problemas, que acabó superando la barrera de los cien millones de pesetas. Cifra recordada durante años en las pintadas de la obra de arte.
«La idea era la de generar un símbolo cultural para que la ciudad reconociese su capacidad de trascender positivamente en una época durísima. E iniciamos la aventura en medio de una incomprensión generalizada, entre críticas totales, porque era un despilfarro», rememora Vicente Álvarez Areces, con la vista atrás, desde la Presidencia del Principado.
«Eran cuatro contratos en uno: el del maquetista, el del encofrado, el de la obra civil y el dinero que el escultor iba a cobrar por su obra, que vista ahora, e incluso en aquella época, era un auténtico regalo: cinco millones de pesetas. Lo más costoso fue la obra civil, porque hubo que buscar pilotajes a bastante profundidad y fue lo que encareció la obra». Pero hubo complicaciones desde la misma gestación de la obra. Levantar una pieza en hormigón armado de 10 metros de altura, 200 metros cúbicos de volumen y 500 toneladas de peso es jugar con otras dimensiones. Chillida dibujó cada una de las piezas que el equipo del carpintero vasco Bereciertúa utilizó para realizar el encofrado en madera de una obra plagada de dobles corvaturas, pero el resultado fue, en palabras del entonces alcalde, «una obra de arte en sí misma».
Fue en aquel momento, con los sobrecostes de la obra civil, cuando estuvo en peligro el Elogio del Horizonte. Pero la Consejería de Cultura del Principado, la Caja de Ahorros y hasta El Corte Inglés acudieron en auxilio de unos trabajos realizados en el taller del artista en Oyarzun, pero montada en Gijón bajo la expectación de tanta gente, «que a veces nos dificultaban el trabajo», según reconoció Chillida.
Pero llegó el gran día. El 9 de junio de 1990. Autoridades de toda índole y condición, y amigos que Eduardo Chillida había traído consigo para la ocasión, se dirigían a pie al cerro de Santa Catalina para proceder a una inauguración programada para pasar a la historia. «Era un día grande, pero un día en el que los numerosos conflictos que había en la ciudad también se catalizaron. Se produjo una manifestación de Confecciones Gijón, de los astilleros, de un ciudadano de La Camocha que quería cambiar la casa que tenía por una vivienda más amplia y, finalmente, se creó un clima de una fortísima presión», evoca Álvarez Areces, como si los hechos se estuvieran produciendo hoy.
Y de todos ellos, fue el ciudadano de la vivienda, Eusebio Campán, quien agredió al alcalde. El puñetazo en la cara acabó con las gafas de Areces en el suelo y el tambaleo de su figura, si bien no llegó a caer. «El puñetazo salió en las páginas de todos los periódicos y en vez de ser un gran día con la foto del Elogio, lo que salió fue la agresión. Pero creo que aquel elemento tan injusto y tan irracional provocó una cierta catarsis y a partir de aquel momento se empezó a valorar de otra forma lo que se estaba haciendo».
Veinte años después de aquello no hay pintadas ni burlas. «La gente va a llegar, va a darle la vuelta, se irán creando senderos que cojan un sendero y habrá un punto, ese punto dentro de la pieza, donde no habrá nunca hierba. Estoy completamente convencido de que eso será así. Y será un síntoma de que la gente nota las cosas». En este caso, Eduardo Chillida fue más que un arquitecto. Más que un artista. Fue un visionario.
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