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Es probable que no exista nadie que no haya oído hablar o haya leído más de un artículo sobre la reforma laboral a lo largo de las últimas semanas y especialmente en los últimos días. Se ha analizado su contenido, los cambios que introduce, las ... razones, su consecución a través del diálogo social, las consecuencias de su aplicación, las arduas negociaciones para sacar adelante su convalidación en el Congreso... pero hay un extremo que vuelve a pasar demasiado desapercibido, desde mi personal punto de vista: su aprobación mediante decreto ley. Tal vez es que estemos ya demasiado acostumbrados a escuchar este término en relación con la introducción de prácticamente cualquier reforma pero ¿realmente es correcto su uso o se está abusando de esta forma de legislar? La respuesta exige, cuando menos, partir de unas cuantas ideas previas.
Para empezar hay que partir de una afirmación que parece obvia pero que hemos casi olvidado en la práctica: la función de legislar recae en nuestras Cortes Generales, Congreso y Senado, que son quienes encarnan el poder legislativo y representan al pueblo español de acuerdo con lo que establece nuestra Constitución. Y esto tiene sentido, al margen de todas las teorías de división de poderes, por una razón básica y fácilmente comprensible: las Cortes son la institución representativa por excelencia y las leyes emanadas de las mismas cuentan con una mayor legitimidad democrática.
No obstante lo anterior, el poder ejecutivo, el Gobierno, además de tener asignada la función reglamentaria, tiene la posibilidad de realizar dos tipos de normas que, a pesar de no emanar de las Cortes, tienen rango de ley: los decretos legislativos y los decretos leyes. En los primeros la iniciativa deber partir de las propias Cortes Generales, sin embargo en los segundos la iniciativa corresponde al propio Gobierno.
Precisamente como se está dejando en manos del Gobierno la iniciativa de realizar una norma que va a tener rango de ley esta posibilidad es excepcional y se caracteriza por estar delimitada por varios límites. Veamos cuáles son.
En primer lugar, el Gobierno tan solo puede optar por esta forma de de producción de normas cuando nos encontremos en un supuesto de extraordinaria y urgente necesidad. Así lo establece nuestra Constitución. La elaboración de una ley conlleva una serie de trámites, aunque sea a través del procedimiento de urgencia, que puede implicar la tardanza de un determinado tiempo hasta su publicación y finalmente su entrada en vigor. Todos estos trámites, como es obvio, tienen un sentido. La norma en tramitación pasa por una serie de fases que suponen publicidad, diálogo, debate, planteamiento de enmiendas, informes, votaciones... que pueden hacer que el proyecto o proposición inicial finalmente se apruebe con modificaciones producto del proceso parlamentario con aportaciones de todos los grupos políticos que conforman Congreso y Senado. Todo ello al margen de que los ciudadanos podemos seguir todo este procedimiento de elaboración y tomar conocimiento del mismo paso a paso.
Sin embargo, el decreto ley está previsto para dar respuesta a una situación, como decíamos excepcional, que requiera una solución rápida que no pueda esperar a la tramitación más compleja de una ley en Cortes. Y debe ser excepcional porque el decreto lo redacta el Gobierno y hasta su publicación no tomamos conocimiento del mismo, ni su texto se ha sometido a publicidad, debate parlamentario o posibilidad de introducir enmiendas.
Por este motivo, y en segundo lugar, el decreto ley tiene como característica, nos dice la Constitución, que es provisional. Esto significa que debe ser inmediatamente sometido a debate y votación de la totalidad del Congreso de los Diputados en el plazo de los treinta días siguientes a su promulgación. El Congreso tiene entonces la opción de convalidarlo o derogarlo. También puede iniciarse su tramitación como proyecto de ley por el procedimiento de urgencia. Salvo en muy contadas ocasiones, la última en el año 2019, los decretos resultan convalidados en el Congreso porque el Gobierno se asegura de contar con la mayoría necesaria antes del debate y votación.
En tercer lugar, la Constitución impide al decreto entrar a regular determinadas cuestiones. No pueden afectar al ordenamiento de las instituciones básicas del Estado, a los derechos, deberes y libertades de los ciudadanos regulados en el Título I, al régimen de las Comunidades Autónomas y al derecho electoral general, cuestiones esenciales y sensibles cuya regulación se excluye de esta forma y se deja en manos de las Cortes.
Partiendo de estas premisas, en ocasiones interpretadas de una manera laxa por el Tribunal Constitucional, los datos son claros a la hora de analizar esta cuestión. Pongamos algunos ejemplos. Entre el año 2011 y 2015 se promulgaron en nuestro país 99 decretos leyes, 166 leyes ordinarias y 53 leyes orgánicas. En el año 2018 se dictaron 28 decretos leyes y 11 leyes ordinarias. En el año 2020, propiciado por la pandemia ocasionada por el Covid-19, los datos se dispararon y vivimos con las novedades normativas introducidas por 39 decretos. Todo ello por no hablar de los llamados decretos ómnibus que incluyen en una sola norma la reforma de infinidad de leyes.
Solo en materia laboral, que es la cuestión por la que empezamos, se ha regulado por decreto ley el trabajo a distancia y la modificación del Estatuto de los Trabajadores para garantizar los derechos laborales de personas dedicadas al reparto en el ámbito de las plataformas digitales, entre otras cuestiones. Por otro lado, los cambios introducidos por este último decreto ley no son precisamente baladíes. De hecho, el propio decreto en su Exposición de Motivos ensalza la importancia y magnitud de la reforma con frases como «primera reforma laboral de gran calado de la democracia que cuenta con el respaldo del diálogo social» o «gran transformación del mercado de trabajo español»... Una modificación de nuestras normas de trabajo de tan gran caladory tanta transcendencia, ¿no merecía una tramitación parlamentaria? O, desde otro punto de vista, ¿existe en este caso extraordinaria y urgente necesidad teniendo en cuenta la importancia de las modificaciones introducidas y el tiempo que lleva en vigor la legislación actual?
A dar respuesta a esta última cuestión también dedica el decreto una parte de su exposición de motivos pero, respecto a este punto, introduce generalidades tales como que este extremo, el de urgencia, «cabe deducirlo igualmente de una pluralidad de elementos» o frases que indican que para explicar la conexión entre la situación de necesidad y las medidas contenidas en el decreto «generalmente se ha venido admitiendo el uso del decreto ley en situaciones que se han calificado como coyunturas económicas problemáticas». Por supuesto también se alude a la pandemia, estado general que parece justificar todo, y a la normativa y ayudas europeas.
Valorando todo lo anterior, volvamos a nuestra pregunta inicial: ¿se está abusando del uso de los decretos leyes? La conclusión se deduce tan solo de los números y de la cada vez menos justificada explicación en las exposiciones de motivos de las razones para utilizar este medio normativo. Está demostrado que los gobiernos en minoría son los que más acuden a esta forma de legislar, desplazando el importante papel que la ley debe jugar en democracia. El principal problema es que está funcionando este sistema en la medida en que se logran posteriormente las convalidaciones en el Congreso. Por supuesto, queda el control del Tribunal Constitucional pero para que actúe es preciso que se planteen ante él estos mismos interrogantes respecto a cada norma.
Uno de los últimos ejemplos, muy llamativo y muy ilustrativo de lo que estamos comentando, ha sido la convalidación del decreto que incluía en su contenido dos cuestiones tan dispares como el uso de las mascarillas en exteriores y una paga extra para los jubilados. Como la convalidación es global del conjunto de la norma, la aprobación de un cuestión implicaba necesariamente la aprobación de la otra. Algunos grupos políticos llegaron a calificar esta actuación de «chantaje».
¿Cuál podría ser la solución para evitar estas situaciones o que frases, ya excesivamente habituales, como «gobernar por decreto» o «decretazo» invadan nuestro ordenamiento jurídico? Sin duda, a expertos más cualificados se les ocurrirían muchas pero tal vez la más factible sería reformar nuestros procedimientos legislativos para hacerlos más ágiles y rápidos, actualizarlos a la situación y a las exigencias de nuestra sociedad actual. Pero esta solución, aunque resulte obvia, debe ser aprobada por los mismos que, cuando están en el poder, les favorece el juego de los decretos leyes, no lo olvidemos. Así que, mientras esto ocurre, tan solo nos queda comentar el poco convincente espectáculo de la convalidación de este decreto en el Congreso de los Diputados.
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